Fausta

9ª parte

 

            Al-Maqqai recibió muy mal la noticia de que Pelagius y su gente habían partido al norte. Varios de sus soldados averiguaron por distintas fuentes dónde fueron vistos por última vez y hacia qué lugar se dirigían.

            Reunió a los visires del sur, todos pendientes se su parte del dinero enviado por el Califa y les contó que Pelagius, conocido por los cristianos como "El Verraco", lo había robado y debían hacer causa común para encontrarlo y recuperar el valioso botín.

            Nadie se opuso y reunieron un contingente de cinco mil soldados que partió de Córdoba a las órdenes de Al-Qama. Dado que no se les dio su salario, tenían permiso de saquear a los muladíes que encontraran por el camino.

            Algunos abandonaron sus tierras, otros cooperaron por miedo a perder su estatus y los más azotados por la desesperación se enfrentaron a ellos y fueron ejecutados junto a sus familias.

 

 

 

            Llenaron los barriles de agua y partieron en dirección a Guadalajara con los carromatos más lentos que nunca por el peso del agua.

            Apenas después de una hora de salir se cruzaron con un carromato detenido en medio del camino. Una mujer y una niña lloraban cerca del cuerpo de un hombre. Pelagius se acercó a ayudarlas y vieron que el muerto también había vomitando sangre. Fausta pudo verlo todo desde su carromato, invitaron a la madre a viajar con ellos y ésta aceptó encantada. Al percibir su lloriqueo la reconoció de inmediato.

            — Francisca...

            Se quedó pálida al comprender que si ella era la mujer, el fallecido era...

            Saltó del carro en marcha y corrió hasta el cadáver. Tropezó con una piedra del camino y cayó de rodillas arañándose la rodilla izquierda. Se levantó corriendo sin preocuparse de su herida y llegó junto a Pelagius, que daba órdenes a Eleazar de enterrar el cuerpo.

            — ¿Quién es? —Le preguntó esperanzada porque no pareció reconocerlo.

            — No lo sé —replicó.

            Francisca reconoció su voz y la miró aterrada. Al verla y pestañear varias veces supo que no era una alucinación y cayó desmayada.

            — ¡Por los clavos de Cristo! —Ayudarla urgió Eleazar.

            Fausta no podía imaginar cómo llegó hasta allí su hermana con su hija a menos que su padre y ella viajaran al norte... Tenía que ver quién era porque si el muerto era él la siguiente a la que mataría sería a sí misma.

            Eleazar se apartó y vio a un completo desconocido, parecía un vagabundo delgado, lampiño, de tez enrojecida por el vino bajito y muy delgado.

            —¿Quién pensabas que era? —Inquirió Eleazar al ver alivio en su rostro.

            — Nadie...

            Y se alejó sin dar más explicaciones.

            — Toma —Pelagius la detuvo entregándola a la hija de Francisca, Fuencisla.

            — Hazte cargo mientras cuidan a su madre.

            — Nunca he cuidado un crío —intentó esquivarlo pero se la puso en el pecho y la soltó.

            — Las mujeres no necesitan aprender eso.

 

 

            Se la llevó al carromato. La niña debía tener un año y no pesaba más que un melón mediano. Estaba en los huesos y parecía enferma.

            Acudió a una mujer que también tenía un bebé para preguntarle qué debía hacer. Le explicó que lo primero era darla de mamar, comprobar sus ropas por si se hacía sus necesidades, y cambiarla, en ese caso. No le prestó más atención ya que en un brazo mantenía su bebé mamando y con el otro sujetaba al segundo hijo de dos años que lloraba desconsolado porque se quería marchar.

            Fausta cambió de ropa a la niña por otra que le prestó la mujer y que le quedaba grande, la envolvió en una manta y se quedó dormida en sus brazos. Francisca no tenía ni manta, y la ropa que llevaba puesta estaba tan sucia y raída que no podía volver a usarla. La pobre niña se sintió tan cómoda con la ropa que se orinó sobre ella.

            — Por todos los santos, ¡es la limpia! No tengo más. ¡Cómo demonios te ha mantenido con vida tu madre!

            No llevaba ni una hora con ella y ya deseaba estrangularla.

 

 

            — Necesito agua, leche de vaca y diez mantas —ordenó Fausta a Pelagius, al que culpaba de sus urgencias por hacerla responsable de ese bulto llorón.

            Aun no se habían puesto en marcha, Francisca ya estaba despierta y la miraba con pánico desde el carromato de enfermos.

            — ¡Alabado sea Dios! Toma a tu hija, cámbiala tú.

            Se la entregó y la madre se la quitó de las manos como si le hubiera robado a la niña.

            — Cuando dejes de mirarme así te contaré lo que me ha pasado, traidora.

            Dijo eso con clara intención de que Pelagius la escuchara. Con suerte la echaría de la caravana.

            Pero él iba directo al carromato de provisiones y vertió agua de un barril en una jarra de madera.

            Fausta le miró aguantando la respiración. El señor se llevó el recipiente a los labios y Fausta gritó:

            — ¡No! ¡Suelte eso!

            Pelagius Interrumpió su acción al igual que todos los demás y la miraron como una loca.

            — Debemos hablar. Tengo que contarle algo, mi señor.

            Al comprender que se dirigía al líder Astur, los demás prosiguieron con sus quehaceres. Francisca dio de amamantar a la bebé y Pelagius se acercó a ella con la jarra en la mano, mirando su contenido con curiosidad.

            Ella le arrebató el cacharro y vertió el líquido cristalino al medio del camino.

            — Nadie debe beber ni una gota de agua —aclaró ella.

            — ¿Por qué?

            — Eh...  —Se interrumpió al sentirse el centro de atención de todo el campamento. Luego se envalentonó—.  ¡Podría estar envenenada!

            — ¿Cómo? —Corearon bastantes a la vez.

            — ¿Qué otra cosa pudo matar a este hombre? ¿Tú bebiste? —Interrogó a Francisca.

            — No —respondió con miedo.

            — ¿Y tu compañero? —Señaló al muerto.

            — No lo sé.

            — Pruebe a darle de beber a una gallina. hágame caso, por favor.

            Pelagius se rascó la cabeza pensativo.

            — No...

            Sacó su espada de hoja ancha de su vaina y se acercó al carromato del agua. Cortó las cuerdas que sujetaban los barriles y los hizo rodar todos colina abajo. Uno a uno se reventaron al golpearse contra las peñas.

            Luego se acercó a ella con mirada suspicaz y envainó la espada.

            — Te creo. Tienes el don de prever las cosas. Tú y yo tenemos que hablar.

 

 

 

            Se apartaron unos treinta pasos de la caravana y Pelagius se cruzó de brazos con rostro serio.

            — Empieza —ordenó.

            — No os entiendo.

            — Sé que saliste por la noche, te seguí. Me impresionó la facilidad con la que convenciste a los vigías de la muralla para que te dejaran entrar, hasta flirteaste con uno. Saliste un rato después sin tu bolsa,  no sabía qué tramabas, pensé que nos habías robado y pagabas a alguien, la verdad no me esperaba lo que has hecho.

            — ¿Qué es lo que he hecho? —Preguntó con miedo.

            — Tú, una condenada bruja, sin ánimo de ofender, sin más apoyo que tu propia sed de justicia, has derrotado en una sola noche a toda una urbe amurallada... Es más, la ciudad más inexpugnable del mundo conocido.

            — Os juro que no fue mi intención, yo sólo quería que murieran los del palacio.

            — En la guerra siempre hay daños colaterales. Las catapultas se inventaron para reventar muros de dos codos de ancho y sin embargo también aplastan campesinos.

            Le puso las manos sobre los hombros.

            — Además pudiste quedar libre si bebía ese agua y lo evitaste. Has demostrado tu lealtad hacia mí aun a riesgo de que te matara por ello

            — Pero vos sabíais...

            — Lo he sabido ahora, Fausta. No tenía ni idea de que fuera el agua hasta que me gritaste que no bebiera.

            Fausta se quedó sin palabras. Acababa de confesar un crimen que valía por mil condenas.

            — Eres más valiosa que cien de los mejores soldados —alabó el astur, con orgullo—. Quiero que prepares todo el veneno que puedas, lo guardes bien y lo uses cuando yo te lo pida. No le digas nada de esto a nadie, será nuestro secreto.

            — He necesitado muchos días para conseguirlo señor.

            — No hay prisa todavía. El camino a casa es largo y tú muy hábil ocultando cosas. Confío en ti, puede que nuestras vidas dependan de que consigas suficiente veneno.

            — Gracias mi señor. No le fallaré.

            Pelagius asintió complacido y se marchó. A la mujer le temblaba todo el cuerpo, no esperaba que le perdonara algo así.

 

            El camino hasta Guadalajara fue largo, sin agua que refrescara sus gargantas a algunos se hizo eterno. En especial para Francisca que no conseguía callar el llanto de su hija y mantuvo crispados los ánimos de todos los que les acompañaban de cerca.

            Una vez en la antigua urbe, compraron nuevos barriles de agua y vino (que a falta del otro líquido elemento sirvió para satisfacer la sed de algunos y se les había acabado).

            Cruzaron el puente Henares y sus vigas de madera delataron el gran peso de su carga secreta con quejumbrosos lamentos.

            Las casas de la ciudad eran de nueva construcción, los árabes la arrasaron a su llegada ya que sus dirigentes y los foráneos se negaron a aceptar el tratado. Ahora miraran donde mirasen veían árabes. Y como eran los únicos cristianos a la vista no pasaron desapercibidos y para evitar problemas se abastecieron y se marcharon de inmediato.

 

 

 

 

            Fausta iba metida en su carromato preparando medicinas y ungüentos cuando una mujer de voz poderosa les habló desde el camino.

            — ¿Quién de vosotros os lidera?

            — Yo soy — se escuchó la potente voz de Pelagius.

            — Solicito asilo en vuestra comitiva. ¿A dónde vais?

            — Asturias.

            — Estamos en la misma dirección.

            — No queremos más cargas, pareces una vagabunda —bufó Braulio.

            — Lo soy, pero también soy cristiana.

            Pelagius soltó una risotada.

            — ¿Cuál es tu nombre?

           Miser.

            — ¡Par diez! ¿De dónde eres?

            — Nací en Egipto.

            — Eso lo explica. No parece nombre de mujer... Descúbrete el rostro, quita esa capucha para que te vea.

            Se escuchó cómo lo hacía y nadie dijo una palabra. El silencio fue abrumador. Tanto que Fausta sintió curiosidad y se asomó para verla pero justo cuando lo hizo volvía a cubrirse.

            Iba vestida con una túnica de lino color canela tan desgastada que parecía haber pertenecido a varias generaciones de monjes. La llevaba ceñida a la cintura con un cíngulo de cuerda negra. De sus piernas se veían las sandalias, demasiado abiertas para el mes de febrero, y las manos las ocultaba entre sus amplias mangas. Su pelo negro y largo sobresalía por los pliegues de su túnica y su rostro apenas era visible en las sombras de su capucha.

            — Sé bienvenida —la invitó Pelagius—. Podéis montar en mi caballo, debéis estar agotada.

            ¿Le ofrecía a furia negra? Ese trato respetuoso no pasó inadvertido a nadie. Los soldados  comenzaron a narrar lo ocurrido entre carcajadas.

            — Ay lo tenéis, el señor Don Pelagius, conquistador donde los haya, dentro y fuera del campo de batalla.

            — ¿Queréis que vaya a subirla al caballo mi señor?

            — Ella sola no alcanza —agregó otro—, el animal dobla su estatura.

            — ¡Basta de chanzas! —Rugió furioso—. Eso me pasa por rodearme de chusma verdulera como vosotras.

            Los aludidos estallaron en carcajadas, alguno incluso lloraba por la algazara.

            Fausta meneó la cabeza a los lados preguntándose porque a los hombres les parecía gracioso que un amigo le insultara públicamente.

            — Señor, mire atrás.

            Eleazar se acercó al galope y señaló hacia el sur. Al estar en lo alto de una colina se veía a una gran distancia y, en lontananza,  por el valle se acercaba una columna incontable de jinetes al trote. Eran bereberes pertrechados para la batalla.

            — Son miles y parece que vienen hacia aquí —Agregó el muchacho.

            — Esto no me gusta —Pelagius estaba asustado.

            — Conozco la región, señor —dijo Miser—. Esta es una zona repleta de cuevas. Podrían esconder miles de almas y aunque las buscaran nadie las encontraría.

            — Eres un ángel enviado del cielo. Llévanos a verlas, deben ser espectaculares. Así descansare de tanto viaje.

            No necesitó decir que quería esconder la caravana de aquel numeroso ejército y lo evitó por no asustar a los que les acompañaban y no conocían el peligro de un encuentro de esa magnitud.

 

 

            Una vez dentro de los laberínticos corredores naturales necesitaron antorchas para evitar las rocas, los agujeros en el suelo o incluso los abismos que se abrían de repente ante sus pasos y donde no se veía el fondo.

            Fue una auténtica hazaña de los animales de carga arrastrar los pesados carromatos cargados de oro.

            Eleazar se encargó de borrar las huellas de los caballos y los carros desde el camino principal hasta las cuevas. Le ayudaron los demás soldados con ramas de roble cortadas a golpe de espada. Luego las usaron para ocultar la entrada de la cueva.

Terminado el trabajo comprobaron que desde el camino no se viera el acceso. Ya sin cubrir era difícil creer que en ese agujero aparentemente pequeño pudiera esconderse algo más grande que un ciervo, pero con las ramas colocadas a modo de arbustos ni siquiera se adivinaba la presencia de una cueva.

 

            Tuvieron tan mala suerte que el ejército perseguidor acampó en la falda de aquella montaña. Como no hacía frío dentro no necesitaron hogueras. Pero la hija de Francisca lloraba cada poco tiempo (que no consideraba suficiente el calor de su madre) y su llanto en forma de eco salía de las entrañas de la tierra como un lamento sempiterno. Gracias al cielo la cueva tenía cientos de salidas y en el exterior se escuchaba de tal manera que la misma montaña parecía sollozar por el frío en la noche.

            Al-Qama, oía los llantos desde su tienda con un escalofrío de miedo. Se planteó la posibilidad de salir a buscar la criatura pero las tropas estaban cansadas y no era la primera vez que se enfrentaba a fenómenos sobrenaturales en la región recóndita de Al-Ándalus. Ere fin del mundo, según lo conocían algunos. Otros creían que más allá estaba el reino de los muertos, por eso no le extrañaba a nadie que sucedieran ese tipo de fenómenos.

            Tras aquella noche bautizó aquel fantasmagórico lugar como "La montaña de los sollozos".

 

 

            Al despuntar el alba e iluminarse cada rincón de la cueva con infinitos matices de color por las innumerables ventanas por las que entraban haces de luz, descubrieron que en el exterior no había soldados enemigos. Las hogueras estaban apagadas y la gente de Pelagius salió del escondite festejándolo con alabanzas a Cristo.

            Las monjas y el sacerdote que les acompañaban oficiaron una eucaristía en agradecimiento a Dios por el milagro presenciado (pues nadie esperaba salir indemnes de aquel encuentro).

            Invitaron a Miser a oficiar los actos pensando que se trataba de una monja en exilio por su túnica de color mostaza, pero ella se negó sin dar explicaciones.

            Después de la emotiva celebración reanudaron la marcha. Para aumentar aun más el ritmo dividieron el tesoro entre diez carromatos. Todos llevaban ahora una pequeña carga escondida.

 

            En el camino a Asturias ocurrieron muchos percances sin importancia, conocieron a varios mercaderes que viajaban en la misma dirección. Tuvieron que azotar a uno trató de robar un cofre de oro y fue alcanzado antes de llegar a una ciudad. Después del escarmiento lo abandonaron a su suerte en el camino de Zaragoza a Huesca.

            Les golpeó una enfermedad que afectó a casi todos, excepto Miser y Eleazar, que se encargaron de mantener abrigados y alimentados a los demás, que acamparon en una gruta protegida del viento helado procedente de Los Pirineos.

            Francisca cuidó de su hija con tanta fiebre que todos se preguntaban si las madres poseían un don sobrenatural para resistir por sus hijos lo que nadie más resistía. Fausta la ayudó como pudo entre temblores y con tanta ropa de abrigo que sólo sobresalían sus dedos y la punta de su nariz.

            Pelagius no abandonó su entrenamiento a pesar de que los mocos no le dejaban respirar y estornudaba más veces que las flexiones que hacía.

            Ninguno murió, las infusiones calientes de manzanilla con miel hicieron milagros y en una semana no quedaba nadie enfermo.

 

            Los problemas llegaron cuando estaban a una jornada de la frontera con Asturias. El destacamento árabe acampó y tenían fuertemente vigilada la línea fronteriza, mucho más cerca de Cangas de Onís de lo que Pelagius recordaba.

            El ejército musulmán se adentró en los densos bosques, los había diezmado y con su madera construyó una muralla con atalayas de vigilancia que podían avistarse entre ellas.

            — No podemos llegar a casa sin que nos detecten —opinó Pelagius, asomado a un risco.

            — ¿De dónde ha salido tanto musulmán? —Protestó Eleazar.

            — Quieren acabar con toda resistencia —Respondió Braulio.

            — No hay fuerza en la tierra que pueda con ellos —resopló Tomás, otro de los hombres de confianza de Pelagius.

            — Yo sí creo en la victoria —intervino Pelagius—. Hasta ahora Dios nos ha bendecido, nos ha puesto aprueba y seguimos vivos.

            — Somos... Cincuenta, entre todos unas treinta mujeres y niños, veintiún soldados... Ellos más de cien mil.

            — Nos esperan muchos más Astures en Cangas, Tomás, no desesperes. Ahora sólo hay que preocuparse de llegar.

            — No me parece una menudencia.

            — Para alguien con el conocimiento de un asno entiendo que le cueste pensar, pero yo tengo un plan.

            Eleazar se mofó de su amigo al que no le hizo tanta gracia el comentario de su señor.

 

Comentarios: 5
  • #5

    Alfonso (viernes, 27 febrero 2015 18:14)

    Supongo que Miser será quien entrene a Fausta en las artes mágicas y la hechicería. Dudo mucho que haya sido una coincidencia que Miser se haya aparecido a la caravana. Seguramente, Miser supo de Fausta gracias a los espíritus y ha venido a conocerla y a probar si podría ser buena discípula. La siguiente parte parece prometer mucho. Espero que no decepcione.

  • #4

    Yenny (viernes, 27 febrero 2015 00:49)

    Iba a decir lo mismo que Jaime, tendré que esperar hasta la otra parte para saber que pasará. Ahora tengo curiosidad de saber quién es Miser.

  • #3

    Tony (jueves, 26 febrero 2015 23:52)

    La próxima parte se responderan tus preguntas Jaime.

  • #2

    Jaime (jueves, 26 febrero 2015 21:16)

    Creo que Pelagius intentará envenenar al enemigo infiltrando a Fausta como lo hizo en Toledo. Por cierto, ¿no se supone que las almas envenenadas en Toledo deberían estar torturando a Fausta?

  • #1

    tonyjfc (jueves, 26 febrero 2015 15:19)

    Ya puedes comentar qué te ha parecido esta parte.