Karma de sangre

19ª parte

 

            —Gracias, ven pronto, gracias, gracias...

            Cortó la llamada sin dejar de dar gracias al cielo por haberla convencido. No tenía ni idea de si el fin del mundo se avecinaba, pero confiaba ciegamente en Verónica y ella lo creía. Además estaba la pesadilla del día anterior, su mujer y él perseguido por unos zombis. Y también recordaba la visión de futuro de la noche antes, cuando no vio un solo ser humano a su alrededor. La cosa no pintaba bien y ni siquiera había encendido la televisión para confirmar sus temores.

            «A lo mejor si le hubieras soltado una mentira como que te has partido una pierna, te habría costado menos convencerla» —bromeó Verónica.

            Antonio sonrió. Estaba mucho más tranquilo haciéndola volver a casa, pero su corazón no estaba tranquilo. ¿Qué iba a decirle cuando llegara? No le resultaría fácil convencerla de que un holocausto vampírico amenazaba el mundo.

            Puso la televisión y en el telediario no dijeron nada. Hablaban del partido entre el Real Madrid y Barcelona.

            La dejó encendida y se sentó en el sofá, ansioso por que cambiaran de tema. Al no hablar de nada preocupante se metió en la habitación del ordenador y buscó  noticias importantes. Al fin vio algo que le llamó la atención.

 

       "¡Última hora!"

       "Extraña epidemia asola la capital española"

 

       Se han encontrado ya cuarenta y cinco afectados por una extraña enfermedad de la que no se conocen síntomas. Los servicios sanitarios temen que se trate de un virus extremadamente peligroso que se contagia por el aire.

       La portavoz del gobierno ha declarado que aún es pronto para determinar las causas de esta tragedia y no ha querido dar más explicaciones. Ante la pregunta de si podía ser un ataque biológico terrorista, la ministra se limitó a responder que están haciendo lo posible para llegar al fondo del asunto y que no descansarán hasta que encuentren una respuesta a la misteriosa epidemia.

       Entre tanto los cuerpos de los afectados están siendo estudiados en el instituto anatómico forense de Madrid y los investigadores todavía no se han pronunciado acerca de la causa de sus muertes.

           

            Mientras leía la noticia, el timbre del telefonillo sonó con fuerza. Se trataba de ese hombre misterioso, Rodrigo. Le invitó a subir a casa y cuando le abrió la puerta le reconoció como el amigo del vecino que apareció la noche anterior de forma "casual". Luego vio quién le acompañaba y retrocedió un par de pasos, intimidado. Hacía mucho que no la veía y siempre que habían cruzado sus caminos le invadía una mezcla de terror y fascinación.

            —Hola Antonio —siseó Samantha—. ¿Cuánto tiempo hace?

            —Vaya, debí suponer que el holocausto vampírico tendría que ver contigo —declaró, sintiéndose en completa desventaja.

            Antonio había pensado que si el mundo estaba sufriendo una invasión vampírica era porque ella, la única vampiresa que conocía, había decidido contagiar a todo el mundo. Verla ante él le hizo temblar de pies a cabeza. ¿Pretendía contagiarle como a todos los demás? Si era así, no tenía escapatoria y más si un amigo vampiro la acompañaba.

            —No tengas miedo, hemos venido en calidad de clientes —aclaró Rodrigo—. No somos la amenaza.

            —¿Clientes?

            —Soy Rodrigo —se presentó—. Encantado de conocerle. Sam me ha hablado mucho de ti, parece ser puedes llegar a cualquier lugar que te propongas y hacerte pasar por lo que quieras. Espero que hagas honor a la fama que tienes.

            —Creía que había una plaga de vampiros... —se envalentonó Antonio—. Si eso es cierto, debería acabar con vosotros dos antes que con ningún otro.

            —Te lo dije, siempre es así de simpático —se mofó Sam—. ¿A que es un amor?

            —Ni que lo digas —Rodrigo esbozó una media sonrisa sin dejar de mirar fijamente a los ojos a su interlocutor—. Seguro que tenéis ganas de contaros vuestra vida, pero hay cosas más urgentes que atender. Lo que te conté por teléfono es cierto, hay una serie de criaturas desbocadas sueltas por la ciudad, una de ellas ya se presentó ante ti ayer por la noche —arqueó una ceja y borró sus sonrisa—. ¿O ya te has olvidado?

            Antonio tragó saliva al recordar el capítulo de la noche anterior. Se dio cuenta de que estaba aterrado porque sus manos temblaban incontrolablemente en sus bolsillos y sus dientes se empeñaban en querer chocar unos contra otros. Su corazón latía tan deprisa que ni lo sentía. Aún no creía que esos dos estuvieran allí con buenas intenciones.

            —Es a ella a la que debes temer —intentó tranquilizar Sam—. Estamos de tu parte, queremos acabar con Jade, ha enloquecido y es imparable. No sabemos a cuántos ha contagiado...

            —¿Jade? —Preguntó Antonio.

            —La que te atacó —aclaró ella—. Es una vampiresa distinta a nosotros, ella no tiene conocimiento, es una bestia insaciable que va repartiendo su maldición a todo el que muerde. Hasta ahora sabemos que ha contagiado a treinta, pero pueden ser más. Si dejamos que llegue la noche, sus víctimas se levantarán de sus tumbas y a su vez atacarán sin control a todo el que se cruce en su camino. Te necesitamos, Antonio, tenemos que llegar a esos cadáveres para quemarlos y solo tú puedes llegar a ellos sin saltarse los protocolos de este mundo.

            —¿Por qué no entráis por la fuerza? —Preguntó.

            —¿No lo sabe? —Inquirió Rodrigo a Sam.

           Oh, no tenéis poderes durante el día —dedujo Antonio—. Sólo sois simples humanos.

            —Y esta noche ya será tarde para actuar —explicó Rodrigo.

            —Entonces esa Jade también será mortal por el día. Así como todos sus nuevos hijos —siguió razonando Antonio—. De modo que tenemos que salir de cacería... Parece divertido.

            —Coge lo que tengas que coger y pongámonos en marcha. Tenemos que ir a la universidad Complutense —informó Sam—. Es un buen punto de inicio.

            Antonio suspiró y miró el reloj. Brigitte estaba tardando demasiado, había pasado casi media hora desde que la había llamado y seguía sin llegar. Seguramente había decidido terminar las cosas más urgentes del trabajo. Eso o que le había pasado algo o que al salir el jefe la había amenazado con despedirla si se iba.

            —No voy a ninguna parte sin mi mujer —dijo, decidido.

            —¿Y dónde está? —preguntó Sam, enojada.

            —Debería haber llegado, le dije que viniera de su trabajo.

            Sam frunció el ceño enojada.

            —¿Y en qué nos podría ayudar ella? —Interrogó, burlona.

            Antonio se dio cuenta de que ellos no sabían lo que le había dicho Verónica. Para esos dos aún estaban a tiempo de evitar la hecatombe mundial. Él sabía que no lo conseguirían hicieran lo que hiciesen.

            —No quiero estar lejos de ella cuando...

            —Estaremos de vuelta antes de la noche —negoció Rodrigo—. Vamos coge lo que necesites, tenemos que salir de aquí.

            Antonio negó con la cabeza, obstinado.

            —No me moveré sin ella.

            —Maldita sea... —renegó Rodrigo—. Si sabes donde trabaja debemos ir a buscarla. No tenemos todo el día.

            —No, no debemos —terció Antonio—. Debo ir yo. Y vosotros no me serviréis de ayuda vestidos así.

            Les miró de arriba a abajo examinándolos. Rodrigo vestía una chaqueta americana, una camisa negra de seda con los botones más altos abiertos, mostrando el final de su cuello y su piel blanca con algunos pelos castaños. Tenía tejanos negros y botas brillantes, como zapatos caros elegantes. Desde luego, le gustaba cómo vestía ese misterioso hombre, si es que lo era, pero necesitaba a un hombre de gobierno no a un atractivo extranjero de turismo por España.

            Sam era aún más llamativa. Tenía sus mallas negras de una tela similar al cuero, su camisa blanca ceñida hacía sugerentes sus senos y su fular violeta cubría la enfermiza palidez de su cuello.

            —Ir a conseguir ropa elegante, un traje negro tú, con corbata azul mar. Si puede ser un traje caro. Y tú... —Miró a Sam, sonriendo —. Tú ponte la ropa más elegante y menos provocativa que tengas. Hoy vas a tener que pasar desapercibida y así te harán fotos hasta los niños de la calle.

            Antonio recogió las llaves del coche y salió por la puerta. Antes de irse les hizo un gesto con la cabeza a sus nuevos amigos y éstos entendieron que debían salir.

            —Nos encontraremos aquí cuando tengamos lo que tenemos que buscar —se anticipó Rodrigo.

            —No tardéis... —apremió Antonio, cerrando con llave la puerta y marchándose sin decir nada más.

            Cuando se metió en su coche y lo arrancó, dispuesto a marcharse, se le ocurrió que quizás no era buena idea ir a buscarla. Mejor la llamaba, ¿y si estaba de camino? ¿Cómo se tomaría que no estuviera si llegaba a casa y no había nadie?

            Sacó el móvil y marcó su teléfono. El aparato devolvió tímidos tonos de llamada hasta que al final alguien descolgó.

            —¿Qué quieres amor? —Preguntó ella tranquila.

            —¿Dónde estás? —Inquirió él.

            —Me he quedado a terminar una cosa ahora me iba.

            —Voy a buscarte, no salgas de la oficina. Ah, si escuchas cualquier jaleo, no te acerque, ¿entiendes?

            —¿Por qué? —Preguntó ella—. Es lo de la extraña epidemia, ¿no es cierto? Mira que eres catastrofista...

            —Sé lo que está causando esas muertes y no es un virus ni un ataque terrorista. ¿Recuerdas la criatura de ayer? Pues es la responsable y no solo eso, además ese amigo del vecino que te pareció tan majo resulta que también está metido hasta el cuello en el asunto.

            —¿Por qué no me lo cuentas cuando vengas? —Cortó ella—. A ver si consigo terminar esto.

            —Está bien, voy para allá.

            Menos mal que tenían dos coches por que ella quería uno para trabajar y no fue fácil convencerla para que no usara el deportivo. El dinero se les salía por las orejas y cada nueva compra había que someterla a votación. Por suerte ella terminó cediendo y tenían un coche cada uno.

            Mientras conducía pensaba en lo inútil que habría sido contenerse por ahorrar, si se terminaba el mundo de golpe, como temía.

            El trabajo de Brigitte estaba a media hora de casa, andando. En coche era tan cerca que ya había llegado sin apenas darse cuenta del trayecto.

            La llamó al móvil y le dijo que saliera, que ya estaba en la puerta.

            —Entra tú y explícale a mi jefe lo que pasa —replicó ella.

            —¿Yo? —No esperaba esa respuesta.

            —Si se va sin justificación, no vuelva mañana —se escuchó la voz enojada y aflautada de un hombre.

            —Está bien, voy —aceptó, temeroso.

            Salió del coche y guardó el móvil en el bolsillo. Se llevó la mano derecha al interior del abrigo y no encontró más que su cartera. Cómo echaba de menos su caja de cigarrillos vacía... Se miró la barriga y suspiró, decepcionado. Antes podía esconder su imponente Lemat sin que se notara, ahora hasta un cuchillo le molestaría bajo el abrigo. No tener nada de eso le hacía perder seguridad en sí mismo. ¿Que le diría a ese hombre para que la dejara salir? Bien pensado, no podía entrar a encañonándole, no quería meterse en más líos.

            Entró en el edificio y vio que su empresa estaba en la primera planta. Subió por las escaleras y entró indeciso.

            En la recepción estaba ella, concentrada en la pantalla del ordenador. El teléfono sonaba y el jefe, un tipo flaco con cara de gruñón, miraba atentamente a donde ella.

            —Hola —saludó Antonio—. Amor, ¿nos vamos?

            —Si no termina ese albarán, no sale de esta oficina —el jefe ni siquiera le miró.

            —Escuche, caballero, si es por el sueldo descuéntele el día...

            —Si no entrego este informe a hacienda antes de las dos —cortó el jefe, aún más enojado—, no habrá empresa que le pague su nómina.

            Antonio se enfadó.

            —Pues no haber esperado hasta el último momento para pedirle...

            —Cariño —le cortó Brigitte—. No ayudas, así que siéntate y espera a que termine.

            Aquella orden le hizo sentir ridículo. Cualquiera que le tratara así se habría llevado una respuesta airosa y agresiva. Pero respondió:

            —Está bien, date prisa —replicó.

            Se sentó en un sillón que había cerca y en seguida le llamó la atención la discusión que protagonizaban otros empleados, detrás del muro falso que tenía Antonio a su espalda.

            —Ya son cincuenta, está claro que es un ataque terrorista —explicaba uno—. Yo que vosotros no miraba el buzón hasta que aclaren todo. Seguro que lo hacen por carta.

            —Es una bomba de humo —expresaba otro—, todos los días muere gente por causas inexplicables y nadie dice nada. Mi tía murió en su chalet y a nadie le importó, no salió ni en las esquelas de los periódicos. El gobierno usa esto para asustarnos y para que olvidemos que el paro ha superado el veinte por ciento y que cada vez que pides cita al médico te manden ir seis meses después.

            —Ya estás con tu discursito —Replicó una chica—...

            —Pero bueno, ¿podéis callaros? —regañó alguien, a lo lejos—. Algunos venimos a trabajar.

            Se hizo el silencio y Antonio volvió a dedicar su atención a Brigitte.

            —Ten más cuidado —espetó el jefe de malas maneras—, has puesto eso en positivo y es negativo.

            Aquello fue la gota que colmó el vaso. Antonio se levantó y sin decir nada cogió a Brigitte por la mano.

            —Vámonos, éste cara dura sabe hacer ese trabajo mejor que tú, ¿no? Pues que lo haga él.

            —Amor...

            —Como se vaya no se moleste en…

            —No volverá —cortó Antonio—. No habrá mañana si no me acompaña ahora mismo, ¿comprende?

            —Pero qué locuras dice, voy a llamar a seguridad...

            Brigitte le arrebató el móvil a su jefe y lo estrelló contra el suelo.

            —Me voy con él. Despídame si quiere.

            La cara del hombre era la viva imagen de la desesperación y la ira pero no le dieron tiempo a responder porque se marcharon y le dejaron allí solo.

            Aquella frase animó a su esposo, ya que demostraba que al fin ella le creía. Salieron de la oficina y fueron directos al coche. Brigitte no dijo nada hasta que se abrocharon el cinturón de seguridad.

            Cuando iba a arrancar el coche, ella le dijo:

            —Espera, mi coche se quedará aquí. Mejor voy a buscarlo, podríamos necesitarlo.

            —¿Les has escuchado? Ya son cincuenta. Hay que parar esto antes de la noche.

            —Pero puede que necesitemos separarnos.

            —No nos separaremos más —replicó Antonio—. Vamos, nos están esperando.

 

 

 

 

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Comentarios: 3
  • #1

    Antonio J. Fernández Del Campo (lunes, 23 enero 2012 16:34)

    Si quieres puedes comentar aquí cómo va el relato. Haz tus sugerencias que siempre son atendidas.

  • #2

    x-zero (lunes, 23 enero 2012 21:25)

    esperando continuacio, va bien *.*

  • #3

    yenny (miércoles, 25 enero 2012)

    Esta en lo mas emocionante, quiero saber que pasara, ojala este pronto la continuacion.