Antonio Jurado y los impostores

12ª parte

 

 

 

         Lara terminó de redactar el informe sobre Antonio Jurado, evitando todo lo relacionado con su locura acerca de los impostores, que incluso él mismo creía haberse convertido en uno de ellos.

         Entregó en informe al comisario jefe y cogió el siguiente caso: Un nuevo episodio sobre violencia de género. Una mujer denunciaba a su novio por violencia. Él tenía episodios de personalidad múltiple y en una de ellas se ponía violento. La novia resistió durante años a su lado porque pensaba que un psicólogo acabaría con su "lado" malo.

         —Deme otro caso, jefe, no quiero temas de maltrato. Me ponen mal cuerpo.

         —Pero si lo he reservado para ti, guapa.

         —Que me indigne que los hombres traten como trapos a sus mujeres no significa que quiera llevar sus casos.

         —Te enfadas con esos granujas pero te molesta que te asigne sus casos.

         —No soy objetiva.

         —Eres la única que te tomas su defensa en serio. Además son casos muy mediáticos y te necesito por si la prensa mete las narices. No tengo más inspectoras.

         —Está bien, lo llevaré yo.

         Agarró la carpeta de mala gana y salió del despacho.

         —¿Entonces no sacaste nada de ese amigo tuyo? —Preguntó Pablo Jurado, al echar un vistazo al informe.

         Se detuvo bajo el marco de la puerta y se dio la vuelta con aburrimiento.

         —Está chiflado. Me dio un nombre pero...

         —¿Lo has puesto en el documento?

         —No, era una teoría conspiratoria suya. No hay que tomarle en serio.

         —Lamentablemente es testigo de los hechos. Apúntalo todo, anda.

         —Le contaré lo que quiera pero no pienso poner eso en el informe. Dijo que el responsable de su secuestro era Kenichi Bishoda.

         —¿Recordó algo?

         —Solo ha soñado con él. Me contó una historia rocambolesca de venganza y de unos impostores... De una momia de la Luna. No quiero aburrirle así que imagíneselo.

         —Ese hombre ha encontrado personas sin tener la menor pista, dicen que es medio vidente. Quizás debas tirar del hilo a ver qué puedes averiguar de Kenichi por si llegamos a algún rastro que nos lleve a él.

         —Señor, ¿necesito recordarle quién es?

         —No, Lara. Sé lo peligroso que es. Todos los infiltrados que se han enviado a recabar pruebas contra él acaban desapareciendo, pero no se sabe de que tenga contactos en España, quizás no se entere de que podemos llegar a él. No le digas a nadie a quién buscas, averigua lo que puedas.

         —Ni siquiera se sabe cómo llegó Antonio Jurado a Japón. Aunque encuentre pruebas en su contra, no podemos ir a su casa, no tenemos jurisdicción.

         —La Interpol sí. Nos ha pedido cualquier pista sobre el secuestro y no puedo darles ese nombre sin una prueba física real.

         —¿Alguna idea de por dónde empezar?

         —Claro, yo buscaría en la wikipedia —se burló su jefe.

         Lara puso las manos en sus caderas, con reproche.

         —¿Quieres ganarte el sueldo? —Añadió Pablo—. Ese es tu trabajo, no te pagamos por menear el culo por la oficina.

 

 

 

 

 

 

         Lara se fue a su puesto y encendió el ordenador. No le gustaba mucho husmear en los asuntos de la mafia japonesa. No sabía gran cosa sobre ellos, pero no tenía ganas de convertirse en la foto que apareciera en el portfolio de una misión de asesinato... Pensar en eso le trajo recuerdos.

         —Luis Fernández Escobedo —recordó—. Me pregunto si seguirá abierto el bar Alberti.

         Hacía más de quince años tuvo que aliarse con una asesina despiadada. El tiempo que trabajaron juntas la llevó a ese bar céntrico de Madrid y le dio el nombre de su dueño. Él era quien gestionaba los crímenes de la ciudad, por aquel entonces. Después de ser destruido su edificio por la traición de uno de sus clientes, estuvo a las puertas de la muerte y les ayudó a desmontar una compleja red de asesinos a sueldo de la que formaba parte a cambio de ser indultado tras unos pocos años de cárcel.

         Le perdió la pista y no tenía más que su nombre y apellidos. Seguramente, al estar fichado, la base de datos de la policía tendría registrada su dirección y teléfono. Bien pensado, lo más inteligente sería hacerle una visita sorpresa. No quería formular sus preguntas donde alguien pudieran escucharles. Él era el único hilo que le quedaba, si tenía contactos en el mundo criminal podía ayudarla a encontrar la conexión entre el secuestro de Antonio Jurado y los yakuza japoneses.

         Buscó en la base de datos de la comisaría, y lo encontró en seguida. Nunca olvidaría su cara, un hombre campechano, de aspecto italiano, pelo canoso, un tanto rechoncho y con una mirada amable y al mismo tiempo afilada. Cuando ese hombre la miraba no tenía la más remota idea de qué pensaba.

         —Me voy a tomar unas cañas —murmuró, sonriente. Desde que Pablo Jurado fue ascendido se quedó sin compañero y como la comisaría estaba con recortes no contrataron a nadie más. De modo que trabajaba sola, y eso le daba infinita libertad.

        

 

         La dirección que encontró en el ordenador la llevó a una calle residencial. No había ningún restaurante aunque vio que era una casa y en la puerta ponía el nombre de Luis y su esposa. Vio una cámara de seguridad apuntando hacia ella y saludó con la mano. Llamó al timbre y esperó con impaciencia. Que un día ayudase a Ángela y a ella, no significaba que fuera una persona de fiar.

         Justo frente al bar vio una vieja iglesia. Estaba abierta y suspiró pensando una plegaria. Hacía años que no iba a misa, pero cada vez que tenía la suerte de encontrar un templo abierto se sentía bien entrando, sentándose en el último banco y contándole su vida a Dios.

         Hasta ahora le había ido bien, excepto en el tema del amor. Su don de premonición de la muerte era un misterio para ella y si de algo estaba segura era que fue un regalo del cielo. Por alguna razón alguien le regaló ese tesoro y se preguntaba a menudo por qué haría tal cosa. Dios no le debía nada. ¿O sí? No tenía la menor idea.

         Entró en la iglesia y vio a unas quince personas dispersas por los bancos.

         Se sentó en el más alejado, lejos de los demás. Era muy difícil encontrar iglesias abiertas desde lo del coronavirus, no había agua bendita en la entrada y un plástico de precinto, rojo y blanco prohibía a la gente que metiera allí sus dedos para santiguarse. Los bancos también tenían una separación de un metro entre un feligrés y otro, con la misma cinta rojiblanca.

         —Solo venía a decirte —comenzó a susurrar, sin voz—, que... Me preocupa cómo va a cambiar todo con esta pandemia. No tengo mucho que perder pero me da pánico coger este dichoso virus y que me de fuerte en casa. Nadie me podría llevar al hospital.

         Suspiró. Guardó silencio unos segundos y vació su mente por si acudía alguna respuesta a su corazón. Casi siempre recibía una que la ayudaba a decidirse.

         —Hoy voy a ver a un hombre que debería estar encerrado cien vidas. Por sus manos han circulado papeles que han sentenciado a muerte a muchas personas, puede que no fueran muy honestas. En cualquier caso, nada me gustaría más que coger a Escobedo y encerrarle en un pozo perdido y lanzar la llave al fondo de un volcán.

         Esperó alguna respuesta pero tenía demasiado que decir y continuó en unos segundos.

         —Y tengo que hacer como si fuera un viejo amigo, me ayudó en el pasado y me siento en deuda con él. Sin embargo sé lo que ha hecho, a qué se dedicaba.

         Sin darse cuenta el volumen de su voz iba en aumento y una mujer se dio la vuelta al oírla. Agachó la cabeza y pensó que tendría más cuidado.

         —Necesito que me ayudes a fingir ese agradecimiento. Me cuesta ignorar todo lo que ha hecho... Ojalá pudiera... Bueno, no voy a decirte lo que le haría otra vez.

         «No sigas con esa investigación. No podré protegerte de los peligros a los que te enfrentas» —al fin una voz, algo que no le gustaba oír, así sabía que no era ella misma.

         —¿En serio? Me han dicho que siga investigando hasta conseguir una pista.

         «Cuando hables con Luis, lo entenderás».

         —Vale, vamos a ello.

         Se levantó gimiendo como si fuera mayor. No le apetecía nada entrar a aquel bar.

         Se santiguó antes de salir y al volver a acostumbrar la vista a la calle vio que tras cuatro carriles de coches, atestados de tráfico, estaba el Alberti. Justo en frente, aparcado en segunda fila, vio su coche oficial de policía.

         Cruzó aprovechando el atasco en ambos sentidos (provocado seguramente por la ingente cantidad de coches aparcados en doble fila, como el suyo). Entró en el recinto y estaba lleno de gente a rebosar. Miró el reloj, eran las once de la mañana.

         —Maldita hora del café... —Murmuró—. Si no se holgazaneara tanto en este país, estaríamos mucho mejor.

         No tenía ganas de volver después de un rato, quería ver a Luis ya.

         —Disculpen —mostró su placa de policía a la gente que se peleaba frente a la barra por ser atendidos.

         Logró llegar a la codiciada madera justo cuando una joven camarera ponía delante de ella un plato con un cuarto de tortilla de patatas, jugosa y humeante.

         —¿Quién ha pedido un pincho de tortilla?

         —Yo, disculpa —un brazo la empujó y otro se llevó el plato de la barra.

         Era un hombre musculoso de unos treinta y cinco años, barba de tres días, flequillo repeinado y una sonrisa prepotente como no había visto en su vida.

         —¡No me empuje! Soy una agente de la ley y tengo que hacer unas preguntas.

         Le obligó a soltar el plato y hubo un silencio repentino. Atrajo todas las miradas y se sintió tremendamente violenta.

         —Lo siento, no me di cuenta... —Se disculpó el aludido.

         Quiso decirle que porque fuera un monumento de tío, con la sonrisa más encantadora del mundo, no tenía derecho a empujarla. Pero se sintió incapaz de hacerlo. Estaba demasiado bueno y solo quería sonreír y dejar de asustarlo. Ya era tarde, le gritó antes de ver con quién hablaba y si cambiaba de actitud la tomaría por una idiota. Como a tantas chicas ante semejante estampa.

         —¿Qué quiere? No ve que estoy trabajando —Preguntó la camarera, enojada.

         —Busco a Luis Escobedo. ¿Puede decirle que quiero hablar con él?

         —El jefe no pisa el bar desde hace años. Al menos, mientras está abierto. Él ayuda a hacer la recaudación y poner el cazo, todo sea dicho. No se puede decir que se esfuerce demasiado y cobra tres veces más que yo...

         —¿Dónde vive? —Preguntó—. Esta es la dirección que me consta en la comisaría.

         —Ni idea —respondió—. Es todo, ¿no? Si no quiere nada más váyase, se me acumula la gente. Toma, llévate esto Dani.

         —Gracias guapa —el guaperas le guió un ojo, esquivándola por la derecha y cogiendo su pincho de tortilla—. Quédate el cambio.

         Le puso un billete de cinco euros en la barra y la otra lo agarró inmediatamente.

         —Gracias, guapísimo.

         En cuanto el tal Dani se marchó vio que la camarera arrugaba la cara y le decía como a una confidente:

         —El pincho son cuatro euros con noventa. Menudo buitre está hecho. Pero hay que poner buena cara a todo el mundo, órdenes del jefe.

 

 Continuará

 

Comentarios: 5
  • #5

    Jaime (miércoles, 16 diciembre 2020 02:56)

    Por cierto, ¿ésta será una de estas historias en donde el lector escoge la decisión que debe de tomar Lara para sobrevivir? Sería interesante saber cuántas veces morimos antes de tomar la decisión correcta.

  • #4

    Alfonso (martes, 15 diciembre 2020 03:11)

    Yo acabo de cenar, así que hambre no tengo. Pero iré a visitar a mis suegros a Lugo en unas semanas. Ellos preparan una de las mejores tortillas que he probado en mi vida.
    Y bueno, creo que a mí me agrada más Ángela; mejor para Chemo y Jaime que tienen menos competencia.

  • #3

    Chemo (domingo, 13 diciembre 2020 22:27)

    Me agradan los comentarios de Jaime. Solo agregaría que primero habría que ver a Lara. Me ha tocado conocer chicas tan simplonas que no dudo que se queden solteras de por vida. Jeje
    Por cierto, justo me dispongo a cenar así que bon appetit.

  • #2

    Jaime (domingo, 13 diciembre 2020 14:28)

    No he almorzado todavía y me ha entrado un hambre feroz. Haré caso a Tony y me prepararé unas tortillas de Madrid.
    La historia va bien. Habrá que ver cómo está Lara. Igual un día cometo un delito menor para conocerla, antes de que lo haga Chemo. Jeje

  • #1

    Tony (sábado, 12 diciembre 2020 21:35)

    ¿Os ha entrado hambre? Al menos ahora sabéis cómo son las tortillas de Madrid, os lo garantizo... Riquísimas.
    No olvidéis comentar.