Antonio Jurado y los impostores

8ª parte

            Antonio cerró los ojos y soñó con Abigail, o con Ángela,... o con Brigitte. No recordaba con quién, pero tuvo que levantarse para ir al baño y limpiarse los calzoncillos por el semen derramado en sus sueños. Qué lástima no recordar absolutamente nada.

 

 

            Cuando llegaron a Tokio Antonio tenía las rodillas, la espalda, el cuello y los hombros con un dolor insoportable. Había viajado a Estados Unidos y Perú, viajes de doce horas que se le hacían eternas. Sumadas a las cuatro de estar en esperando el puente aéreo, le dejaron el cuerpo como si acabara de recibir una paliza.

            El viaje al monte Fuji en tren no hizo sino aumentar aún más su dolor de nalgas y rodillas. Estaba molido pero no tenía sueño, pues había dormido todo lo que una persona puede dormir en un día. Aburrido por no tener ni un solo modo de entretenerse como un teléfono. Tenía dinero y podía haberse comprado un terminal en alguna de las tiendas del aeropuerto, pero Abigail se lo prohibía para evitar riesgos. Y si ella no le ayudaba, no podía comprar ya que ni sabía japonés ni se desenvolvía lo suficientemente bien en inglés como para hacerse entender.

            Lo que aprendió de ese viaje fue que era demasiado dependiente de la tecnología. En casa, si no escribía se divertía con consolas de videojuegos, el teléfono, viendo películas o series, si es que los niños le dejaban pues se pasaba la mayor parte del tiempo con ellos, jugando, ayudándoles a hacer deberes o simplemente ver como jugaban... Con tanta colección de chismes y videojuegos, ahora que estaba lejos de su casa, lo que más extrañaba eran sus niños. Cuando pasaba los días confinado, deseaba un rato para él y sus cosas, y ahora que estaba tan lejos no pensaba nada más que volver con ellos y darles un abrazo. Incluso veía con otra perspectiva a su mujer, que a pesar de traer a casa a sus invitados sin su consentimiento, si hubiera querido dejarle o simplemente ya no le amara, no había una sola razón de que no le dejara ya.  Especialmente cuando perdió todo su dinero y se convirtió en una carga más.

            La debilidad, el cansancio y el hastío del viaje le hicieron ver su vida de otra manera. El aislamiento por el Covid-19 había sido un veneno para su mente, siempre tan deseosa de nuevas experiencias.

            Al llegar al pueblo donde iban a pasar la noche, se dejó caer en su cama de hostal y cerró los ojos, sin tener sueño, pero harto de tanto viaje. Abigail se quedó en la habitación de al lado.

            Según la mujer asiática, ese era un lugar con una hermosa leyenda. En la época de samuráis, una geisha muy bella enamoró a su señor y le regaló ese hermoso templo desde el que podía contemplar todos los días el monte Fuji. Era un edificio de madera con numerosos arbustos llenos de flores multicolores y árboles con formas sinuosas, similares a los clásicos bonsáis, pero en tamaño grande. Los jardines eran muy bonitos. El hostal, a pesar de parecer tan frágil, con algunas paredes de papel, tenía cerca de doscientos años.

            Era realmente fácil imaginarse a los típicos ninjas y samurais correteando y luchando a muerte con sus katanas entre aquellos hermosos caminos de flores con estructuras llenas de arcos y tejados con forma de sombrero.

            Aunque él hubiera preferido perderse por las calles de Tokio, en solitario, comprando cosas sin saber lo que eran. Había todo tipo de artilugios electrónicos, maquinitas que no veía ni en el Aliexpress. Unas gafas con realidad aumentada, similares a las que anunció en su día Google, pero estas eran más antiguas y mucho más baratas.

            Ahora estaban en un lugar lejos de la tecnología, las habitaciones tenían camas sin somier, colchones de cinco centímetros de grosor, sobre mantas en el suelo. No había sillas por ninguna parte. Lo cual no le dejó más remedio que descansar tirado boca arriba en la cama.

            No pasaron ni quince minutos desde su llegada cuando alguien llamó a la puerta.

            Abrió con cautela y vio a Abigail, con otra ropa distinta, mucho más oriental.

            —Déjame entrar —ordenó—. A partir de ahora yo seré tu geisha.

            Entró y cerró la puerta tras ella. Se había maquillado la piel de la cara como un fantasma y los labios quedaron reducidos al ancho de un pulgar. El peinado recogido y el vestido japonés la hacían irreconocible. Sus rasgos eran muy proporcionados por lo que se veía hermosa como un ángel.

            —¿No crees que es un poco pronto para que te prepares tanto? —Preguntó, conmocionado.

            —No hemos venido de vacaciones. Ponte esta ropa.

            Le llamó tanto la atención su nuevo aspecto que no se fijó que llevaba una túnica doblada entre sus manos.

            —Los japoneses de estos pueblos no van a creer que soy tu geisha si no eres un hombre conocedor de nuestras tradiciones y no usas nuestra indumentaria. Luego ponte esto.

            Bajo la túnica tenía dos trozos de madera con unas cuerdas que servían para sujetarse en el dedo gordo de los pies. En lugar de una suela lisa, tenían dos tablas transversales que quedaban justo en el hueco del pie. Eran como chanclas de madera.

            —Esto es un kimono, —se lo puso en las manos, debajo tenía una especie de zuecos, o chanclas, con dos tablas en la suela—y aquí tienes unas getas. Póntelas y me llamas, tengo que terminar de arreglarme. También voy a tener que hacer unos arreglos a tu peinado.

            —¿Tengo que maquillarme para pasar por un lugareño?

            —No pasarías por japonés ni aunque todos en este hotel estuvieran borrachos. Debes parecer un empresario acostumbrado a la cultura japonesa. Hay que peinarte a la moda, no puedes ir con esos pelos. Tengo una cuchilla de afeitar, dúchate. No pierdas tiempo, tenemos que salir antes de las nueve.

            Antonio miró su reloj y vio que eran las siete y media.

            —De acuerdo.

            Abigail se dio la vuelta y caminó con cierta dificultad seguramente porque también calzaba unos getas de bastante altura ya que no recordaba que pudiera verla a los ojos tan de frente como ahora. Le sacaba al menos una cabeza.

            —Estás muy... —Al oírle hablar se volvió hacia él—... Distinta.

            —¿No te gusta mi nuevo aspecto? —Preguntó la chica.

            —Qué dices, estás fantástica. Voy en unos minutos.

            Ella asintió y se metió en la habitación de enfrente.

           

 

            Diez minutos después llamó a su puerta con el kimono de color negro y adornos dorados y rojos. Era muy parecido a los utilizados por karatekas en los gimnasios españoles. Pero en lugar de cinturón llevaba un fajín. Lo que más le costó usar fueron esos extraños zuecos de madera. Él no acostumbraba a llevar chanclas de cuerda, prefería las que se metía todo el pie y quedaban los dedos por delante. Las cuerdas entre el dedo gordo y el largo le molestaban y terminaban haciéndole ampollas. Esas tenían una cuerda incluso más ancha que las "normales". Lo malo era que se veía obligado a caminar igual que un robot. Dado que sabía que en cualquier momento tendría que salir corriendo, tener eso puesto le parecía la peor idea del mundo.

            Al abrir la puerta, Abigail tenía en el pelo unos preciosos adornos florales blancos y un velo de color rojo del que salía un palo con forma de llave. Sonrió al verle y Antonio tuvo que reconocer que la belleza de Abigail se mostró en todo su esplendor. Hasta ese momento nunca la había visto sonreír.

            —Te has puesto mal el obi —negó con la cabeza.

            Antonio se miró, pues no sabía qué era eso. Ella le invitó a entrar y cuando estaban dentro le echó mano al fajín. Se lo quitó con delicadeza y creyó que le estaba desnudando para echar un polvo antes de la acción.

            —El nudo no puede estar delante, hombre. Lo puedes poner detrás de modo que el pliegue de tu kimono lo cubra y no se note. Para que te hagas a la idea, es como ir con la cremallera abierta, en occidente.

            Mientras le volvía a poner el "obi" rodeando su cintura con esa tela ancha y volviendo a anudarla a su espalda, se sintió extrañamente decepcionado. ¿Abigail no quería sexo? Claro, él tampoco, estaba casado... Pero dudaba de su fuerza de voluntad. ¿Habría podido rechazarla de haber   comenzado a desnudarle?

            —Nunca te acostarás sin saber una cosa más —murmuró con nerviosismo, sonriendo avergonzado.

            —No vamos a ir a una fiesta de pueblo, sino a ver Kenichi. Cualquier fallo en tu atuendo o el mío y el plan se irá al traste.

            —Y ese es...

            —Ya te lo he dicho, es el jefe de los Yamaguchi-gumi.

            —El pez más gordo de los yakuza.

            —Mi ex—jefe. El que tiene encerrada a la "Mona Lisa". En esta época del año viene a pasar un retiro de dos meses en su residencia de la montaña. Está a dos horas caminando por uno de los paseos entre cerezos de la zona.

            —¿Todo ese camino con estos zuecos? —Preguntó horrorizado.

            —Hay taxis, hombre. Nos llevará hasta el castillo Himeji. Cerca está nuestro destino, pero no quiero decirte dónde es por si nos interceptan. Cuanto menos sepas mejor.

            —Dudo que lo recordara, nunca había escuchado hablar de ese castillo. Por cierto, ¿en Japón también hay? Creí que eran cosa de España, por eso de las Castillas... Castillos.

            —¿Qué tontería es esa? —Replicó Abigail—. Los hay por toda Europa, en Asia, en China, Japón y hasta los americanos han comprado unos cuantos y los puedes encontrar por todas partes. Seguro que este lo has visto en la televisión. Es muy famoso, suelen sacarlo con el monte Fuji de fondo. Lo que pasa es que tú dirías que es un gran palacio oriental.

            —¿Cómo van a interceptarnos? No estamos pagando con tarjeta ni me conoce nadie por aquí. ¿A ti sí?

            —Ya saben que estoy en Japón. Pero nos tenemos que mover más rápido que ellos, por eso tengo que ir a ver al líder del clan antes de que envíe a su ejército. Ellos tienen ojos en todas partes y yo era muy conocida. Hace más de veinte años que no piso estas tierras, lo que no impide que me recuerden como una de las geishas más jóvenes y hermosas que ha tenido Kenichi.

            —¿Por eso te has maquillado tanto? ¿Para impedir que te conozcan o para que te reconozcan antes?

            —En realidad, yo siempre iba así. Pero todas las geishas somos muy parecidas de modo que tendrían que verme de muy cerca para que sepan quién soy.

            Fueron al baño y le hizo sentar en un cojín del suelo. Cogió un peine de púas tan largas como palillos y con un milímetro de separación entre ellos y dejó caer sobre su cabeza un óleo que salió lentamente de una botellita del baño del hotel. Se lo extendió por el pelo y cuando estaba bien impregnado, comenzó a peinarlo hacia atrás con lentitud y evitando salpicar.

            —Por estar enterado —rompió él el silencio—. ¿Una geisha, qué es exactamente? ¿La esposa, una fulana, una esclava sexual...?

            Abigail soltó una risotada que tardó en conseguir calmar.

            —¿Qué he dicho? —Preguntó Antonio.

            —No, no y no —se limitó a responder—. Aunque no te culpo, en occidente la gente cree todo eso. Si ya antes se creía, la película "Memorias de una Geisha" no ayudó a mejorar nuestro mito.

            —He escuchado hablar de ella pero no la he visto —se encogió de hombros él.

            —Solo somos damas de compañía. Aunque no en el sentido que le dais en occidente. Se nos contrata para entretener a nuestros clientes, pero no sexualmente. Solo si somos muy cultas, habilidosas bailarinas y  instrumentos musicales y desde luego, si se nos conoce por nuestra discreción, podemos ejercer de esta milenaria profesión. El cargo más parecido que hay en occidente lo llamáis "asesor".

            —¿Discreción, entretener a vuestros clientes...? Es fácil pensar mal —replicó Antonio.

            —Nuestros clientes nos cuentan todo. Somos sus confidentes, nosotras debemos tener respuesta para todas sus dudas, no podemos quedarnos calladas. No creas que no hay hombres como nosotras. Pero las mujeres somos más aptas por naturaleza, sentimos más empatía y debemos saber de todo, desde costura hasta finanzas, incluso muchos idiomas y jamás demostrar desprecio, odio o asco a nuestro cliente. Y cuanto nos confiesan algo delicado debe quedar en el más absoluto secreto. Si una geisha se va de la lengua a la prensa o se lo cuenta a cualquier persona, ya puede vestirse como una diosa que nadie volverá a contratarla jamás, si es que la permiten seguir viviendo. Y en el caso de los yakuza, no dejan que vivamos mucho tiempo si contamos algún secreto o, en mi caso, me llevo uno.

            —Entonces el título de esa película que comentas no tiene demasiado sentido. Una buena geisha jamás contaría sus memorias al mundo.

            —No si quiere vivir o seguir ejerciendo la profesión —asintió ella, sonriendo.

            —Vaya, estoy aprendiendo muchísimo contigo.

            —Ya estás peinado. Vamos, tenemos que irnos. Kenichi solo atiende visitas hasta las diez.

            —¿Para qué vamos a verle? —Preguntó—. ¿No dices que no quieres que sepa que estás aquí?

            —No quiero que nos espere. La "Mona Lisa" está en su casa. Cuando veas que acaba la conversación y empieza el duelo trata de alejarte de nosotros, la cosa se va a poner violenta. Vendrán todos sus guardaespaldas y tú aprovecharás para encontrarla.

            —Tendrán armas de fuego —Antonio se puso blanco.

            —No las usarán si no tengo ninguna, soy mujer y llevo una espada que considerarán de juguete. Además no me atacarán todos a la vez, vendrán uno a uno y seré su centro de atención, cuando derrote a los primeros los demás empezarán a mostrar más interés, ese será tu momento para desaparecer. Tú podrás escabullirte sin problemas.

            —Vale, has conseguido que me cague de miedo. Tengo que ir al baño —susurró Antonio—. Si me disculpas,...

            Ella asintió con los ojos en blanco y salió a que pudiera hacer sus cosas.

            Antonio tuvo ciertas dificultades para quitarse el fajín, del que no recordaba su nombre. Se abrió el kimono y dejó que la naturaleza siguiera su curso notando un gran alivio de inmediato. Luego buscó el papel higiénico...

            —¿Dónde demonios?

            Vio un dispensador de gel de manos junto al lavabo pero no encontró nada para secarse por ninguna parte. Vio un aparato extraño pegado a la pared y supuso que debía ser un secador. 

            Al lado derecho del váter vio un mando electrónico similar al de una televisión saliendo de la cisterna. Tenía diversos botones, uno con una chica muy simbólica y sentada, con un chorro de agua llegando a su vagina desde la parte delantera del inodoro, otro ilustraba un señor con uno apuntando a su culo surgiendo de la de atrás.

            Con cierto miedo pulsó el del hombre. Un chorro de agua le mojó el trasero pero no le limpió demasiado porque no llevaba apenas presión. A la derecha vio dos botones de "más y menos". Seleccionó el "+" muchas veces, esperando que fuera mas fuerte la próxima vez. Se abrió bien de nalgas y pulsó el botón de la chica, por error. Un chorro de agua salió del frontal del retrete con tal fuerza que la sintió como una patada en los testículos.

            —¡Mier... Coles! —Gimió, quedándose sin respiración.

            Tardó unos segundos en reponerse, y volvió a pulsar el botón del hombre. El agua a presión limpió su trasero de forma efectiva y él se movió para que no dejara nada sin limpiar. Después notó un chorro de aire  caliente que le secó el trasero en cuestión de segundos.

 

            —Qué raros son estos japoneses —gruñía mientras salía.

            Abigail se levantó y apagó la televisión. Fue hacia él y le sonrió.

            —¿Ya? —Preguntó, ajena a sus últimas desgracias—. Vamos. Se nos hace tarde.

            —¿No estás asustada?

            —¿Yo? —Musitó, frunciendo el ceño—. Llevo muchos años mentalizándome para esto. Mi hijo y mi marido están muertos por su culpa, no tengo nada que perder.

            —¿Tu espada podrá resistir el impacto contra una katana de acero?

            —No creo. La cortarán como mantequilla. Pero confío en que con mi velocidad, sus armas nunca me alcanzarán. Además solo tengo que ganar a uno y podré usar su arma contra el resto.

            Antonio soltó una carcajada nerviosa.

            —¿Qué te hace tanta gracia?

            —Nada, solo imaginaba la escena, una geisha acaba con un clan de yakuzas. Eso será lo que publicarán mañana en los periódicos... Si todo sale bien. Suena a película de chinos.

            —Te equivocas, nadie sabrá lo que va a pasar esta noche. En cuanto Kenichi caiga, su sucesor tomará el mando y sus enemigos tardarán meses en enterarse de la desgracia. Si demuestran el menor signo de debilidad, el clan se hunde.

            —Si quitamos del medio a la madre de los impostores, tarde o temprano se tienen que hundir. ¿No hemos venido a eso?

            —Antes de Mona Lisa los yakuza dominaban Japón. Después de ella, saldrán adelante. Pero al menos salvaremos a los que iban a ser suplantados.

            —Y cuando la matemos —siguió razonando él—, ¿que impedirá a los yakuza seguir activando a los impostores sueltos por el mundo?

            —Ya te lo he explicado, Kenichi es el único que sabe cómo activarlos. Él y yo. Todos los demás lo más que saben es que es el ALS, pero ninguno tiene ni idea de lo que es.

 

            Pidieron un taxi y llegaron en quince minutos a un portal, en unas callejuelas barriobajeras, cerca del deslumbrante palacio Himeji, que por la noche se veía como si fuera de marfil.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Comentarios: 7
  • #7

    Tony (miércoles, 28 octubre 2020 14:51)

    Gracias Yenny, por acordarte siempre.
    La parte 9 está muy verde todavía, por escribir el relato de Halloween no he tenido mucho tiempo.

  • #6

    Yenny (miércoles, 28 octubre 2020 14:29)

    Estuvo divertida esta parte, seguramente la próxima ya se vea el enfrentamiento con los yakuzas.
    Necesito ese baño en mi vida jajaja, es muy práctico.
    Increíble que ya va a ser Halloween, este año ha sido tan tedioso que ni se en que fecha estoy.
    Aunque si recuerdo bien mañana es tu cumpleaños Tony, ojalá pases un buen día.

  • #5

    Tony (lunes, 26 octubre 2020 23:21)

    Te creo Chemo, no le dejarías tregua. Aunque sabiendo que puede estar chiflada igual te lo pensabas. XD

  • #4

    Chemo (lunes, 26 octubre 2020 19:11)

    Alguna vez quisiera ir a Japón y ver esos baños exóticos.
    Si yo estuviera en el lugar de Antonio, no le daría tregua a Abigail.

  • #3

    Alfonso (domingo, 25 octubre 2020 22:20)

    Siempre he querido ir a Japón. En especial con alguien sensual como Abigail. Jejeje
    Ese Antonio tiene una suerte de principiantes. Espero que la siguiente parte sea el duelo entre Antonio y Mona Lisa.

  • #2

    Jaime (domingo, 25 octubre 2020 19:26)

    Me he muerto de risa con la descripción de los baños japoneses.Hasta parece que fueron diseñados para violar al usuario.
    Ya se me había olvidado el relato de Halloween. Supongo que con la pandemia suelta, muhos no van a festejar nada este año.

  • #1

    Tony (domingo, 25 octubre 2020 12:55)

    Siento la tardanza, he estado escribiendo también el relato de Halloween de 2020. Espero que os guste.
    No olvidéis comentar.