Las crónicas de Pandora

Capítulo 34

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          No les costó encontrar el ejército. Al pasar el último valle, cruzando las montañas, vieron la planicie en todo su esplendor. Allí había decenas de tiendas militares, caballerizas con postes y cuerdas; soldados haciendo instrucción y carromatos sirviendo de muralla improvisada contra ataques furtivos. 

          —Dudo que os dejen entrar con nosotros —indicó Alfonso, refiriéndose a sus amigos los kenders, ya que él lideraba la marcha.

          —Apenas olieron las fogatas del campamento se escabulleron entre las hierbas —respondió Abby—, y no he vuelto a verlos. O han ido a desvalijarlos o… No se atreven a acercarse más.

          —Mejor, no quiero que piensen que vienen con nosotros —valoró Alfonso, sin convicción—. Aunque si se les ocurre regresar y contarles a todos sus aventuras estaremos en un buen lío.

          —Casi se lo comen por robar en una olla —le desengañó Abby—. Sin conocernos de nada, nos lo ha contado sin venir a cuento. ¿Crees que sabe lo que es guardar secretos?

          —Confío en que no sepa cuál es nuestro secreto.

          —Tiene boca y la usa a modo de arma, se hace el simpático contando cosas graciosas y te descuidas mientras te roba la bolsa de oro. ¿Aun conservas la tuya?

          El chico se echó mano al cinturón, donde la llevaba colgada, y suspiró cuando la palpó en su sitio.

          —Aquí está —replicó—. Me habría dado cuenta si…

          Al palparla notó de algo extraño. Pesaba lo mismo, pero las monedas se sentían pegadas, pues no tintineaban.

          —A mí también me lo han hecho —explicó Abby, con tono aburrido—. En cuanto les he perdido de vista he caído en la cuenta y me he percatado de su regalito.

          Alfonso abrió la bolsa y miró dentro. Las monedas se habían convertido misteriosamente en un enorme Rubí. Su corazón latió emocionado, debía valer una fortuna… A menos que fuera falso.

          —A mí me dejaron una esmeralda —comentó Abby.

          —¿Por qué? —Se preguntó Alfonso.

          —Saben que nosotros podemos vender estas piedras y ellos no. Cuando tengamos la bolsa llena de monedas de oro, su semilla habrá dado sus frutos. Te recomiendo esconder bien la piedra para cuando volvamos a casa. Pueden valer una fortuna.

          —No hace falta que me lo jures —Alfonso sonreía mientas observaba el brillo del pedrusco del tamaño de su pulgar.

         

         

         

          Al llegar al campamento, los guardias les dieron la voz de alto.

          —¡Esto es zona militar restringida! —Les gritó un voluminoso soldado que le sacaba una cabeza de estatura a Alfonso—. No se permite el paso.

          —Traemos un salvoconducto del rey, queremos ver al general Arnaldo Seleski.

          El soldado se ajustó el cinto de cuero y se estiró la coraza antes de examinar el pergamino, con desconfianza.

          —Esperen aquí —ordenó apenas sin leerlo.

         

         

         

          Tuvieron que soportar el calor con las armaduras y Abby no podía pensar en otra cosa que en darse un buen baño. El olor de su propio sudor le empezaba a dar náuseas. ¡Cómo extrañaba el aire acondicionado! Ansiaba quitarse el peto pero la camisola que llevaba debajo la tenía empapada de sudor y era porque esas armaduras llevaban pintura negra brillante y ardían como una parrilla cuando se exponían al sol.

          No pudieron saber cuánto tardó en aparecer el general. Finalmente hizo acto de presencia. Este llevaba una camisola amarilla sudada y un pantalón de lino sujeto con un cíngulo de esparto. Calzaba unas sandalias de tiras.

          —Quisiera decir que me alegra vuestra visita. ¿Qué nuevas me traéis? —Preguntó huraño.

          —El rey quiere que nos unamos a su tropa personal. Teme por la seguridad de su futuro yerno.

          El vetusto general soltó una sonora carcajada mientras se atusaba los bigotes.

          —¿Qué demonios? Vivo rodeado de la élite de soldados ¿y me manda a dos extranjeros que me humillaron? Tú me habrías matado si el rey te lo hubiera ordenado, no puedes negarlo. ¿Qué clase de estúpido crees que soy diciéndome esa sarta de sandeces?

          —Disculpe, general —replicó Alfonso—, pude matarle y gracias a mí aún puede contarlo, el rey sí que ordenó que le ejecutara.

          —Eso no es lo que yo recuerdo —refunfuñó el viejo—. Las cosas marcharían mejor si nunca hubierais venido de vuestras lejanas tierras.

          —También nosotros queremos regresar cuanto antes —terció Alfonso—. Tenemos una carta del rey, léela si quieres saber por qué nos ha hecho venir.

          —No sé leer, eso es cosa de hechiceros y clérigos, pero reconozco a primera vista el sello real —replicó, molesto—. Está bien, podéis quedaros en mi tienda. Quitaros esas armaduras antes de que os derritáis, hace un calor infernal. No es normal en esta época del año, seguro que esa bruja tiene algo que ver... Estoy ansioso de que vayamos a enfrentarnos a ella —escupió un espumarajo al suelo—. A ver si termina de una vez esta pantomima del peñasco este.

         

         

          Se desvistieron y usaron unas frescas túnicas de lino que les dio el general. Abby pudo refrescarse con el agua de un barril que tenía en la tienda y a pesar de estar desnudándose solos, se apresuraron a cambiarse por ropas más cómodas por si alguien les sorprendía. Descansaron del largo viaje en un fardo de mantas que hacían las veces de cama. Como la tienda fue levantada en medio de un prado, el suelo era blando por la hierba que había bajo la lona. Era grande y en el centro encontraron un catre de heno cubierto con mantas de lino, alto con un colchón, que era la cama del general. Prefirieron prepararse su propio dormitorio, al otro lado de la tienda.

          —¿Crees que este calor anuncia algo malo? —Preguntó Abby, con la cabeza sobre el pecho de Alfonso.

          Estaba recostada encima de él, y éste la rodeaba con su brazo acariciando su estómago.

          —No lo sé. Estamos en la Antártida. Ignoro los ciclos anuales que tendrá, en esta época.

          —Es raro. Lo dijo el general —insistió la teniente.

          —¿Qué te preocupa?

          —Nada, salvo el hecho de que dentro de dieciocho mil años esto que estamos pisando estará bajo cien metros de hielo en verano.

          —Es cierto, lo había olvidado.

          —Y es más inquietante que en nuestros tiempos no se tienen registros de que la Antártida haya sido un lugar habitable desde la época de los dinosaurios. Lo que significa que, independientemente del tiempo que lleve haciendo buen clima, no va a durar demasiado. Quizás este calor infernal anuncia la llegada de un Glaciar terrible. Puede que no regresemos a tiempo a la nave, no tenemos ni idea de cuándo ocurrirá. No sería de extrañar que un asteroide impacte la Tierra en muy poco tiempo y ponga este continente, literalmente, en el culo del mundo.

          —Si esa bruja tiene manía a la especie humana, que la tiene... Creerá que nos destruye si cubre de hielo todo este continente. Puede que salvemos a esta gente si logramos vencerla y, en tal caso, la Antártida no se verá cubierta de hielo eterno. Suponiendo que sea ella la que lo cause, claro.

          —Olvidas el protocolo de seguridad. Lo que hagamos por aquí no cuenta, tenemos que deshacerlo, borrar nuestro paso por este tiempo. Lo único que nos debe preocupar es averiguar lo que podamos, regresar al momento en que llegamos aquí y eliminar nuestra huella.

          —Pero esta línea temporal no se va a borrar. Simplemente quedará desligada de la nuestra. Tenemos que salvar el tiempo presente y ¿sabes por qué?

          —No —se quejó Abby, cansada del efusivo entusiasmo de Alfonso por algo que a ella no le importaba lo más mínimo.

          —¿Y si no logramos volver al Halcón? Quedaremos atrapados aquí para siempre.

          —No necesitas un discurso si quieres convencerme de que tenemos que acabar con esa bruja cuanto antes.

          En ese momento entró el general Arnaldo y, por el gesto de su cara seria, debió escuchar gran parte de su conversación desde fuera.

          —¿Qué es el protocolo ese del que habláis? —Preguntó, inquisidor.

          Se asustaron tanto que se pusieron en pie. Por suerte no se habían desnudado.

          —¿No le han enseñado que es de mala educación espiar a una pareja en su alcoba? —Se burló Abby.

          —No prestaba atención hasta que llamasteis a esto "Antártica".

          —Antártida —corrigió Alfonso.

          —Como sea; y me interesé más aún cuando dijisteis que pronto nos caerá una montaña del cielo y estaremos cubiertos de hielo.

          —Es lo que será todo este continente dentro de dieciocho mil años —reconoció Abby—. No es precisamente mañana. No sabemos cuándo ocurrirá.

          El general esbozó una sonrisa de incredulidad.

          —Eso significa que vuestra tierra no está más allá del océano sino en otro tiempo, ¿venís del futuro? Los rumores eran ciertos, sois hechiceros.

          —Se equivoca, solo somos soldados.

          —En ese caso debéis tener un artefacto mágico, si no, os habría resultado imposible hacer el viaje —dedujo.

          —En eso habéis dado en el clavo —sonrió Abby—. Pero nos lo ha... confiscado vuestra hechicera de Sirrien.

          —¿Nuestra? Mal rayo la parta. ¿Qué es eso del protocolo de seguridad? —Insistió el general.

          Alfonso miró a Abby y ésta se encogió de hombros.

          —Necesitamos nuestro "artefacto mágico" para regresar —explicó Alfonso—. Pero si os ayudamos a destruir a esa hechicera... El mundo del que venimos nunca existirá. El protocolo de seguridad es...

          —¡No lo va a entender! —Protestó Abby.

          —Hasta ahora ha demostrado ser bastante capaz de comprender nuestra situación aquí. Podríamos necesitar que nos ayude.

          —¿En serio? —discrepó ella.

          —¡Silencio, bruja! —Exclamó el general—. Habla, muchacho.

          Alfonso hizo callar a Abby con un gesto de la mano, antes de que estallara de furia.

          —En nuestro tiempo las mujeres merecen el mismo respeto y honor que los hombres, si no más incluso —aleccionó Alfonso con seriedad pero sin levantar la voz—. Por favor discúlpese con ella, esa no es forma de hablarle a nadie.

          Ella le miraba con odio manifiesto.

          —Disculpe, señora —bufó, resistiéndose—. ¿En serio? —Arnaldo negaba con la cabeza, frustrado—. Está bien, lo diré... Le he faltado al respeto, señora, ¿me podrá perdonar?

          —No vuelva a hablarme así, no me llame bruja y no soy ¡Señora!

          —¿Cómo? —Se escandalizó el general.

          —Se refiere a que allá de dónde venimos se le dice eso a las mujeres casadas; y ella no lo está.

          —No puedo creerlo, ¿acaso son señores? —Protestó el hombre.

          —No, soy una señorita —puntualizó Abby.

          La cara del general mostró una mueca aún más confusa.

          —En estas tierras eso se les dice a las mozas que aun no manchan su ropa con la regla —replicó el general—. Y tú ya debes estar más cerca de…

          —Antes de que nos vayamos más por las ramas —interrumpió Alfonso, temiendo la explosión de ira de la teniente—, le diré que el protocolo de seguridad es... Que usaremos nuestro artefacto para borrar nuestra huella en este tiempo. De ese modo desvincularemos esta realidad con el futuro del que venimos y podremos regresar a casa.

          —Y entonces seremos sepultados por el hielo —dedujo el oficial.

          —Se equivoca, usted ya está a salvo de esa línea temporal —explicó Alfonso—. De allí es de dónde venimos, no podemos cambiar nada o no habrá lugar al que podamos regresar. Pero es lo que he estado contándole a mi compañera, tenemos que hacer lo posible para salvarles de este cruel destino. Si esa hechicera planea destruir la humanidad presente y futura, tendremos que eliminarla aquí y además enfrentarnos a las consecuencias de sus actos, en el futuro.

          El general no replicó porque, a juzgar por su expresión, no parecía entender nada de lo que le había contado Alfonso.

          —Lo que significa que la boda real puede esperar y tenemos que dejarnos de parafernalias, campeonatos y estupideces y partir de inmediato a la torre de Sirrien —apremió Abby.

          —No podemos desobedecer al rey, la misión que me ha encomendado... Si no la cumplo podría romper mi compromiso con la princesa.

          —Tendrá que elegir, abuelo —replicó la teniente, con clara nota vengativa en su voz—, casarte en un cubito de hielo o exponerte que te regañe el rey por salvar el mundo.

          Alfonso no pasó por algo el adjetivo pronunciado con tanta malicia, conocía a su compañera hacía tiempo y era su forma de devolverle el desprecio.

          —Si esta es la razón por la que han venido, pueden decirle al rey que no ha funcionado. No pienso cometer infracción alguna que provoque la ruptura del compromiso.

          —Y lo dice el hombre enamorado —se burló Abby, furiosa.

          —¿Creen que nací ayer? De sobra sé que el rey está buscando cualquier excusa para apartarme de su hija y de su reino. Aquella pelea por su mano fue una pantomima, solo quería quitarse de en medio a los que tratan de usurparle el trono.

          —Y tiene toda la razón, general —reconoció Alfonso—. A eso hemos venido. Pero las conclusiones a las que llegamos son distintas. No nos importa en absoluto esa boda, ni que el rey nos retire sus favores. Necesitamos un ejército que vaya a destruir a esa bruja y nos lleve a nuestro artefacto con el que podremos viajar en el tiempo de nuevo. Le necesitamos Arnaldo Seleski, a usted, no al rey. El futuro de su mundo y el nuestro está en sus manos y no hay tiempo que perder.

          —Y de paso incurro en alta traición y le doy al rey la excusa para cortarme la cabeza —protestó Arnaldo, con una mueca de desconfianza—. Es evidente que sois hábiles luchadores; y mezquinos, sibilinos y convincentes para llevar a los que queréis por donde os parece. Pero yo ya soy perro viejo, a mí no me vais a engañar. Toda esa sarta de mentiras, y... patrañas enrevesadas de hilos temporales y burros en vinagre no ha colado. Así que id, por favor, de vuelta al castillo y decidle a mi suegro que prepare la boda, que el peñón será suyo en una semana, a más tardar. Y podrá hacer allí su villa de verano si le apetece. Hoy vendrá el general de los ejércitos de Caergoth a negociar y no creo que tarde mucho en entrar en razón, o retira a su gente de ese islote o tendré que declarar la guerra; y con ésta demostración de fuerza, no tardará ni una tarde en ceder a nuestras exigencias, y menos por ese maldito pedrusco.

          En ese mismo momento sonaron trompetas ensordecedoras en la entrada del campamento. Un instante después un soldado entró apresuradamente.

          —Mi general, los emisarios del rey de Caergoth están llegando. ¡Órdenes!

          —Me reuniré con ellos afuera del campamento. Que no les dejen entrar. Mandar a los hombres que se equipen para un posible enfrentamiento y esperen órdenes en las tiendas.

          —¡Ahora mismo seños! —El soldado se fue corriendo a llevar sus instrucciones.

          Arnaldo les miró unos segundos con gesto despectivo.

          —Espero haber hablado claro, no quiero veros en mi tienda cuando vuelva. Largaos y llevad mi mensaje a su Majestad.

          —No podemos volver sin que esté hecho —rectificó Abby—. O nos cortará la cabeza a nosotros.

          —¿A qué te refieres? ¿A la conquista del peñón o a darle la excusa al rey para romper mi compromiso? ¡Largo!

          Dicho esto salió por la puerta de tela con paso decidido hacia el origen de todo el barullo de fuera.

          Cuando se quedaron solos, Abby miró con miedo a Alfonso.

          —Lo has intentado... Solo queda una opción —dijo ella, con resignación.

          —Creo que... Prefiero volver de vacío —reconoció su compañero.

          Abby resopló con gesto de asco.

          —Sabes que no podemos. Escóndete entre esos sacos. Procura disfrutar de las vistas, te quiero peleón esta noche en nuestra cama, yo me lo tomaré como un trabajo, al fin y al cabo, es lo que es.

          —¿En serio vas a intentarlo? ¿Y si te rechaza? —Se resistió Alfonso.

          —¿En serio? No ha nacido el hombre que pueda rechazarme. Mejor vete a dar un paseo, si tanto te molesta.

          —Prefiero disfrutar de las vistas... —replicó taciturno—. ¿En serio harías esto para romper ese compromiso?

          —Esa boda de mierda qué nos importa —bufó Abby—. Le pediré como una gatita que nos lleve a Sirrien a destruir a la bruja, el peor punto débil de los hombres es la adulación, no podrá negarse. Por eso te digo que no hagas nada, ya me encargo yo de todo.

          Alfonso sonrió con un cierto deje de amargura.

          —Sibilina y orgullosa de serlo... A veces me das miedo.

          —Miau —bromeó ella, sonriendo con picardía.

          Le guiñó un ojo y se mordió el labio inferior con gesto lascivo, para hacerle comprender que era a él a quién realmente deseaba.

         

         

         

          El general regresó furioso y dejó caer su estandarte junto a su lecho. Al ver a Abby completamente desnuda esperándole con una sonrisa perversa se quedó quieto estudiando su marmoleo cuerpo.

          —Supongo que las negociaciones no fueron como esperaba, general —musitó ella, melosa.

          —El emisario solo quería decirme que si no nos marchamos de su frontera… —Abby se pasó la mano por encima de sus pechos y luego se chupó el dedo gordo con gesto obsceno—. Sé lo que intentas.

          —No lo creo, podríamos habernos ido pero he decidido usar mi magia. No puedo creer que me llamaras vieja antes, Arnaldo.

          —¿No decías que no eras bruja? —Titubeó el general.

          Abby aprovechó para girarse y abrirse de piernas mostrando su vagina, con su mantillo de pelos marrones sobre el monte de Venus y sus labios abiertos en todo su esplendor.

          —La magia ancestral que me da mi propio cuerpo. ¿Le gustan las vistas, general? ¿Cuáles son sus órdenes? Estoy a su servicio.

          —Si te toco… Y alguien me sorprende yaciendo contigo, mi compromiso real será cancelado. Sé lo que intentas.

          —En realidad tengo algo mejor que ofrecerte. Aparte de probar las mieles del paraíso —Abby aprovechó a pasarse el dedo por la vagina y se lo mostró con sus propios fluidos—, te ofrezco la supervivencia. Esa boda real podría ser nefasta, ya te lo hemos dicho. La hechicera planea destruir vuestro mundo en breve, no tenemos tiempo que perder. Si nos ayudas, ¿Qué más da lo que hagamos en esta cama?

          —En realidad sí que importa —balbuceó el general, que sin darse cuenta se estaba desabrochando el cinturón de esparto y con los pies ya se había quitado una sandalia—. Esto no puede ser bueno…

          —Concuerdo con usted —musitó ella, sonriendo—, pero ¿desde cuándo lo bueno es tan… tentador?

          Entonces el general dio un paso hacia ella y comenzó a sufrir convulsiones extrañas. Apretó los puños y cerró los ojos con fuerza durante unos segundos.

          —¿Se encuentra bien? —Preguntó, preocupada.

          —Maldita sea —murmuró el viejo, cuando dejó de contraerse—. Hacía tiempo que no veía cona tan tentadora. Ya no estoy para estos trotes, no pruebo hembra desde hace años y… Más vale que te vistas, moza. Ya se me han pasado las ganas de tocarte. Si esta noche no te importa, podré darte los cuidados que merece tu gentil y tentadora oferta.

          Abby comprendió lo sucedido, solo por verla el general Arnaldo había eyaculado sin haberle siquiera tocado.

          Avergonzada por saber que sus insinuaciones ya no tendrían efecto en un buen rato se cubrió y procedió a vestirse.

          —Esa magia tuya… Es poderosa —reconoció el viejo general, sonriendo—. Pero entiendo tus intenciones, y comparto tu punto de vista. La hechicera Lunaria es un peligro inminente. Debemos destruirla y dejarnos de… asuntos burocráticos que no nos llevarán a ninguna parte. Esos caercenses se niegan a entregar el peñón, dicen que irán a la guerra si es necesario. Afirman que si ceden a nuestras exigencias no hay razón para pensar que queramos exigirles más tierras. Y no les falta razón, esto es un capricho del rey que lo único que pretende en ridiculizarme o, si hay suerte, que caiga en combate por una ridiculez como esta.

          —¿Entonces? —Preguntó Abby, poniéndose las sandalias y completamente vestida.

          —Contad con mi ayuda, derrotaremos a esa bruja… Pero debes prometerme una cosa…

          Abby le miró extrañada.

          —Tienes que volver esta noche a mi tienda. Sin el campeón del rey mirando desde los fardos, por supuesto —miró hacia Alfonso—. Pude escuchar su respiración antes de entrar.

          —¿Es su única condición? —Preguntó Abby, desconfiada.

          —Por los dioses, sí. La princesa tiene menos encanto que una gallina clueca, pero tú… Cielos, eres una criatura celestial —confirmó el general, sonriendo—. Saber que el propio rey fue rechazado por ti y que a mí me vas a regalar tus delicias… Me sabe a manjar de los dioses.

          Alfonso se dejó ver y saludó con un gesto afirmativo de cabeza antes de salir de la tienda avergonzado.

          —Muchacho, manda entrar a mi subalterno —ordenó Arnaldo—. Y no te avergüences, hombre, yo también habría querido ver algo así… Ha sido espectacular, indescriptible... A mis años uno no puede permitirse el lujo de entrar en locales de alterne, son prohibitivos, elegir muchacha cuesta la paga de un mes. ¿Te ha gustado, eh?

          —No tiene que jurarlo —respondió Alfonso, sonriente.

          —No te preocupes, no voy a hacerle daño a… ¿Abby? —Trató de suavizar la situación—. Prefiero no tener testigos, es… Sencillo y simple pudor. Cuando se decía que eras la puta del rey pensé que era un insulto, pero me alegra saber que los rumores eran ciertos.

Supongo que entenderás que debido a que voy a pagarte con un gran favor no voy a tener que darte dinero por tus servicios.

          —Lo entiendo, señor —el gesto de Abby era una sonrisa tensa.

          Dicho eso, Alfonso, salió de la tienda y avisó a uno de los guardias que jugaba a las piedras en una hoguera cerca de la entrada.

          —¿Quién es el subalterno del general? Ha ordenado que acuda a su presencia.

          Ambos soldados se pusieron prestos en pie y corrieron al interior.

          —¡Órdenes señor!

          —Levantad el campamento, nos ponemos en marcha.

          —¿Va a rendirse antes de empezar la refriega? —Le preguntaron, asombrados.

          —No voy a matar a nadie por un pedrusco. Vamos al sur. Envía emisarios a Blothem, necesitaremos barcos, que preparen la flota, partiremos al amanecer.

          —Pero, general, dejaremos desguarnecido el reino. Caergoth podría invadirlo.

          —No harán nada, ellos qué saben a dónde nos dirigimos. Tomarán nuestra retirada como una oferta de paz.

          De inmediato se fueron a repartir órdenes por el campamento. Abby salió de la tienda y miró a Alfonso, este no atrevió a sostener su mirada.

          —Dejamos las armaduras allí, podemos ayudar a recoger el campamento —ofreció el chico.

          —Buena idea, muchachos —replicó sonriente—. Así podré asearme un poco… Creo que me he manchado bastante los calzones —murmuró para sí mismo, cuando ya estaban alejándose.

         

         

 Continuará

         

         

         

         

         

         

         

         

         

Comentarios: 5
  • #5

    Alfonso (domingo, 25 junio 2023 19:23)

    Esta parte estuvo interesante. Qué mal que ya se acaba la participación de Alfonso.

  • #4

    Chemo (jueves, 22 junio 2023 01:19)

    La próxima parte toca a la Brigada Delta.

  • #3

    Jaime (domingo, 18 junio 2023 04:20)

    Y no sé por qué mi nombre apareció como Jaimehan. Jeje

  • #2

    Jaimehan (domingo, 18 junio 2023 04:19)

    Yo creo que Abby y Alfonso han cambiado tanto el pasado que ya no regresan al presente. Lo siento por Alfonso. Al menos tuvo su momento de diversión.

  • #1

    Tony (viernes, 16 junio 2023 20:56)

    Espero que os haya gustado. La parte de Abby y Alfonso se aproxima a su recta final.
    No olvidéis comentar