Entre la tumba y el ataúd

2º parte

            - Amigo, despierte, ya ha dormido suficiente - le dijo un hombre.

            Abrió los ojos. Se sentía mucho más descansado y podía moverse con libertad. Notaba que el aire ya le entraba en los dos pulmones, aunque el derecho le dolía considerablemente cuando inspiraba. Ignoraba cuánto llevaba dormido y tardó unos minutos en recordar quién era.

            Movió el brazo izquierdo y posó la mano sobre su costado, lo tenía vendado. Luego trató de abrir los ojos pero la luz era demasiado fuerte. Le costó acostumbrarse a la iluminación y lo que en principio era una sombra que estaba frente a su cama, se fue transformando en persona a medida que su vista se aclimataba a la luz.

            - ¿Dónde estoy? - preguntó, al ver que estaba en una casa lujosa que no se parecía en nada a un hospital.

            - Bienvenido - dijo el extraño, que debía tener cincuenta años y tenía un aspecto de lo más peculiar. Tenía un sombrero de copa, fumaba pipa y llevaba una bata marrón rojiza de algo así como algodón. Parecía muy cómoda. También llevaba un pantalón de pijama gris que parecía de seda. No podía verle los pies, ya que tendría que levantar la cabeza para poder hacerlo, pero teniendo en cuenta lo demás, no le sorprendería que llevara zapatillas con forma de pies de orangután.

            - ¿Quién es usted? – inquirió Antonio.

            El extraño se sentó a su lado, sobre la espaciosa cama. Parecía completamente inofensivo, un viejo loco con mucho dinero que debía tener control sobre todas las cosas. Teniendo en cuenta que había falseado su muerte y que lo habían secuestrado, sabía con certeza que no era un altruista que quisiera ayudarle. Tenía mucho que ver con esos cinco hombres de negro que casi le matan. El viejo no tenía escolta por lo que no le temía, claro que estando en cama por dos heridas de bala recientes una cucaracha podía asustar más que él. Lo que era seguro es que ese bastardo era el culpable de todo lo que le había pasado. En cuanto pudiera le daría un buen puñetazo en la mandíbula. El dolor era aún muy intenso y el brazo derecho lo tenía casi inmóvil. Apenas podía mover los dedos.

            - Yo me preguntaba lo mismo - dijo el hombre -. Sabe, llevo más años de lo que imagina intentando aprender todo lo que puedo de este mundo, y cuando pensaba que todo lo tenía aprendido va usted y me sorprende con una increíble capacidad de adivinación.

            - ¿Dónde está mi mujer? - preguntó Antonio, aburrido por el tono de su contertulio.

            - Es usted interesante - añadió el viejo.

            - Va a ignorar todas las preguntas que le haga, ¿verdad? - replicó Antonio, aburrido.

            - Hasta ahora no me ha preguntado nada que pueda o quiera responderle.

            - Quiero irme de aquí - dijo él, intentando levantarse.

            - No está en condiciones.

            - ¿Me deja un teléfono móvil?, tengo que avisar a mi mujer de que estoy bien.

            - Eso sería muy inapropiado - replicó el viejo -. Aún no he decidido perdonarle la vida. Si aun vive es porque tiene algo que me interesa.

            - ¿Quiere dinero? - preguntó él -. No creo que le falte de eso.

            - ¿Cómo encontró la casa, señor Jurado? - preguntó el viejo, cansado de las evasivas.

            - Me lo dijo un pajarito.

            - ¿Marco? - preguntó, incrédulo -. ¿El chico de la cárcel que se auto incriminó del asesinato? Lo dudo, mis hombres le torturaron hasta la muerte y ni siquiera sabía él dónde estaba. No recordaba el camino a pesar de que le llevaron una vez. Sin embargo usted fue más de quince kilómetros directo a la casa sin saltarse un desvío como si un GPS le indicara el camino. Pero lo más asombroso es que ni siquiera nosotros sabíamos dónde encontrar la casa. Pusimos un rastreador en su coche y vimos cómo llegó hasta su mujer después de ir a la comisaría y llevarse al chico que no sabía donde estaban. Después de mirar unos perfumes y hablar, aparentemente con ellos,  simplemente supo dónde ir. No había ninguna señal de radio, ni de móvil, lo supo sin más como si los perfumes respondieran a sus preguntas. Y no solo eso, dejó el coche una curva antes para no ser visto, entró en la casa en el piso donde no había nadie…

            - ¿Cómo diablos sabe todo eso? - preguntó Antonio.

            - No, amigo, cómo diablos sabía usted todo eso.

            - Tengo un amigo entre sus hombres - le retó Antonio, con la mirada.

            - Le repito que ellos le seguían a usted.

            - Vaya, pues qué quiere que le diga, mi GPS funcionó mejor.

            El viejo negó con la cabeza y se puso en pie. Cuando lo hizo no le miraba a él sino a la venda del pecho.

            - Dicen que las heridas de bala duelen muchísimo.

            Antonio se asustó cuando vio que se acercaba peligrosamente a su cama. El viejo extendió su mano y la puso sobre su pecho. Éste le ardió y cerró los ojos esperando que le torturara apretando en sus heridas. Estaba preparado para gritar cuando empezó a sentirlo.

            Era una sensación de calidez embriagadora. Abrió los ojos y vio que el hombre tenía los ojos cerrados y se estaba concentrando. Su energía era tan intensa que la sentía como un líquido cálido que se filtraba por sus vendas hasta alcanzar su piel, hasta alcanzar su herida y luego, ésta se sanaba. Después de un par de minutos, el pecho ya no le dolía y su brazo derecho podía moverse. Aún estaba débil y lo sentía adormecido pero pudo abrir y cerrar la mano.

            - He aprendido mucho de este mundo - añadió el viejo -. Pero hasta ahora nadie me había demostrado que fuera capaz de adivinar cosas. Usted tiene un secreto que yo necesito conocer.

            - ¿Qué me ha hecho? - preguntó con mucha mas fuerza y, por primera vez, sin sufrir dolor al hablar.

            - Le he curado. Ahora voy a ofrecerle un trato y le aseguro que estoy dispuesto a cumplir mi parte.

            - No necesito dinero - escupió Antonio, harto de ese viejo.

            - Le dejaré marchar si me enseña a adivinar.

            Aquella propuesta era ridícula. ¿Enseñarle a adivinar? Pero si él no era adivino...

            - Escuche, viejo, entiendo que la edad afecta a las neuronas y que ha ido a alguna secta de la india donde le han enseñado milagritos y cosas así, pero se equivoca de persona. Yo no adivino nada. Si lo hiciera, no estaría aquí, se lo garantizo, me habría marchado de ese pueblo de mala muerte la tarde antes de que secuestraran a mi mujer. No tengo nada que enseñarle.

            - Es una lástima, entonces no me vale usted para nada - dedujo el viejo.

            Sacó un interfono del bolsillo de su bata y apretó un botón.

            - Venir, me he equivocado con el sujeto, devolverle a su ataúd.

            Antonio trató de levantarse pero de nuevo le ardió la herida del pecho. Le había engañado, solo había mitigado el dolor. La quemazón volvió con mucha más intensidad y el dolor fue incontrolable.

            - Eso es menos de lo que sentirá antes de morir sin aire en su tumba - aclaró el viejo -. Sabe que lo haré a menos que me diga cómo lo hizo.

            Como si el dolor respondiera a la voluntad de ese hombre, éste cesó y pudo respirar con naturalidad. ¿Cómo controlaba ese viejo sus sensaciones?

            - Escuche, lo que le puedo contar no sirve de nada, no lo puede aprender.

            - Soy todo oídos.

            - Solo cuando me encuentro en peligro una amiga del más allá me ayuda y me dice cosas.

            - ¿De dónde? - preguntó el viejo.

            Se abrió la puerta y dos hombres de casi dos metros, y brazos tan grandes como piernas, aparecieron por la puerta sin decir nada. El señor les detuvo con un simple gesto de la mano.

            - Del cielo - rectificó él.

            El desconocido le miró con desconfianza y luego soltó una risotada.

            - ¿Cómo puede insultar mi inteligencia, señor Jurado, cuando puedo hacerle conocer el dolor más extremo que haya sentido nunca?

            El pecho volvió a arderle como si alguien echara sal a sus heridas. Se quedó sin aliento y el dolor le hizo llorar por su intensidad. Quería gritar pero no tenía aire en sus pulmones. Su corazón empezó a latir tan deprisa que ya no sentía su ritmo.

            Después, poco a poco el dolor cesó.

            - No puedo enseñarlo - dijo en cuanto pudo hablar -. Pero le diré una cosa que me dijo mi amiga...

            El viejo se acercó con curiosidad.

            Antonio respiraba con dificultad y cuando le vio delante, muy cerca, habló.

            - Me dijo que me ayudaría a matarlo - susurró, mirándole a los ojos, desafiante.

            El viejo negó con la cabeza y con un gesto de su mano derecha invitó a sus hombres a que se lo llevaran. Uno se puso delante de su cama y el otro detrás, le llevaron por un pasillo hasta un ascensor. Esa casa era enorme.

            Mientras le llevaban, Antonio cerró los ojos y volvió a pedir ayuda a la única que podía salvarle en ese momento.

            «Verónica, qué puedo hacer, me van a enterrar vivo. Dime algo...»

            Se metieron en el espacioso ascensor y los hombres ni siquiera le miraron. Tenían caras extrañas, parecían autómatas. Si intentaba moverse de esa cama cualquier de ellos le perforaría con solo un dedo. Tenían una musculatura formidable.

            «Verónica, por el amor de Dios, dame una señal de que me oyes.»

            No hubo respuesta en su interior lo que le desanimó mucho más. Salieron por el sótano y sacaron un ataúd de un coche fúnebre. Entre los dos fortachones le levantaron y le metieron en el féretro. El espacio era tan limitado que no podía mover ni el brazo izquierdo. Intentó incorporarse pero no pudo hacerlo, uno de ellos le puso la mano en el hombro, cerca de las heridas y chilló de dolor. Luego taparon el ataúd y le subieron al coche.

            - ¡Soltarme hijos de puta! - gritaba, aterrado.

            Arrancaron el coche, se lo llevaban al cementerio... El coche se movió pero, de pronto se frenó. Abrieron la puerta de atrás y sintió que alguien liviano subía junto al ataúd.

            - Le doy una oportunidad más, señor Jurado - era el maldito viejo.

            - Le juro que no miento - replicó él, casi llorando por la desesperación.

            - Pues le voy a dar un minuto para pensarlo - añadió el viejo -. Si no miente, no me servirá de nada y le devolveré a su lugar. ¿Sabe que es delito robar cadáveres? Dios me libre de que me pillen con el suyo...

            Antonio no sabía qué decir. No sabía qué esperaba ese condenado viejo, ni siquiera sabía quién era. Lo único que podía asegurar era que el viejo era muy peligroso y tenía un asombroso poder para hacer sufrir a la gente. ¿Quién sabe cuántas más cosas podía hacer?

            «Dile que le ayudarás» - dijo Verónica en su corazón -. «Dile que necesitarás tiempo hasta que lo aprenda y que te prometa que después te dejará libre.»

            - No puedo decir eso, no es cierto - replicó Antonio sin hablar en voz alta.

            «Antonio, no me dirás que cuando estás a punto de morir te da miedo soltar una mentira... con todas las que has dicho en tu vida.»

            Él sonrió, a pesar de su situación crítica, y suspiró. Ella había vuelto.

            - Está bien, le ayudaré - dijo bien alto -. Necesitaré tiempo para que lo entienda pero antes quiero que me prometa que me dejará libre.

            El ataúd se movió. Le estaban sacando del coche con muy poca delicadeza. Le dejaron caer en el suelo eso le hizo mucho daño en la espalda. Luego abrieron la tapa y entre los dos gorilas le cargaron de nuevo en la camilla.

            - Ha tomado usted la decisión acertada. Mañana empezamos.

            - Estoy impaciente - respondió, con una media sonrisa.

            «... De ver cómo me vuelve a torturar cuando trate de enseñarle y vea que ni yo mismo adivino» - añadió en su mente.

            «Vamos no seas tan pesimista, yo te ayudaré» - intervino Verónica.

            «¿Iba en serio lo que dijiste? ¿El es la verdadera mano negra y me ayudarás a matarlo?» - preguntó a Verónica mientras le devolvían a su habitación.

            Como siempre, cuando hacía una pregunta demasiado reveladora, Verónica no respondía. Quizás fuera mejor así, le daba más emoción.

           

            Le dejaron descansar toda la tarde, le dieron de comer como si estuviera en un hotel, un buen bistec con puré de patata. Le cuidaban como si tuvieran miedo de que no se sanara, como si se preocuparan realmente por él. Echó de menos una televisión para distraerle o que le arrimaran más a la ventana porque no sabía ni dónde estaba, si en la ciudad o en el campo.

           

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