Camino a los infiernos

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Aunque no es necesario leerlas para entender esta historia, sí es recomendable haberlas leído antes de empezar este relato.

 

Antonio Jurado

Diario de Olivia: Anosognosia

El caso más importante de su vida

 

1ª parte

 

            Cuando despertó estaba en su coche y sentía un olor asqueroso. Tenía la ventanilla abierta y tenía una colilla consumida en su mano, con las cenizas encima de la tapicería del asiento de copiloto.

            Antonio se llevó las manos a la cabeza y suspiró, tratando de recordar cómo había llegado hasta ahí. Miró a su alrededor y lo único que le dio una pista fue una señal de tráfico que veía reflejada en el retrovisor, con un nombre bastante siniestro: Los infiernos.

            El olor del coche era insalubre, como si hubiera fumado durante horas y no hubiera abierto la ventanilla para ventilarlo.

            Busco en su chaqueta una caja de cigarrillos pero el bolsillo donde solía guardarlos ni siquiera existía. Murmuró una maldición y se miró la chaqueta con detenimiento. No era como él recordaba, pero era la suya. ¿Que estaba haciendo en ese coche? No recordaba cómo había llegado hasta allí. Ni siquiera recordaba un posible motivo para visitar ese pueblucho castellano que desde allí parecía desierto.

            - Los infiernos... -susurró-. ¿A quién se le habría ocurrido ponerle ese nombre a su pueblo?

            Intentó arrancar el coche y éste tosió sin fuerza, como si le faltara batería. Lo intentó dos veces más y cada vez parecía con menos batería.

            - Mierda, tendré que buscar un mecánico y parece que aquí tendré suerte si encuentro donde comprar tabaco.

            Se bajó del coche y sintió el tórrido calor veraniego. Con solo abrir la boca, se le quedó seca. Caminó hacia las primeras casas buscando algún local público. Solo se veían graneros cerrados hace mucho tiempo y algunos restos oxidados de tractores antiguos.

            Entonces se percato de un detalle extraño, los rótulos de las casas estaban invertidos, como si se leyeran al revés, como un papel al trasluz... era extraño. ¿Es que nadie se había dado cuenta? Entonces se percató de un detalle que no le había extrañado antes. Había leído correctamente el nombre del pueblo reflejado en un espejo.

            Debía ser una especie de pesadilla pero nunca había tenido una tan real.

            - Si es una pesadilla, encontrare tabaco en mi bolsillo - imagino su vieja chaqueta y se llevo la mano al bolsillo interior.

            No había bolsillo, no tenía ni su vieja pistola, no tenía su cartera con la documentación falsa y por lo tanto, no tenía dinero alguno.

            - Pero qué demonios...

            Trato de recordar cómo había llegado hasta allí y por qué, pero su mente estaba en blanco, no sabia siquiera cual era su verdadero nombre aunque sí sabia el falso, Antonio Jurado. Se dedicaba a estudiar casos paranormales y sin embargo no recordaba haber resuelto ninguno.

            - Este pueblo tiene que ser uno de mis casos, sino ¿porque vendría?

            Le ardían los pies, hacia un calor terrible y solo llevaba unas chanclas azules gastadas muy incómodas. Se le metía arena entre los dedos y estos los tenia hinchados por el calor.

            Solo podía ver un viejo edificio con chatarra en la puerta donde ponía un cartel abrasado por el sol donde se leía, con letras inversas "ocinaceM".

No parecía haber entrado nadie en años. ¿Estaría allí buscando fantasmas? Desde luego había equivocado la hora. A la luz del día no vería ninguno.

            Entro y vio varias piezas de coche dispersas por el taller, enormes telarañas colgando del techo, algunas botellas de vino vacías tiradas por el suelo, latas viejas de refresco aplastadas o descoloridas por el Sol. No había ningún coche y sin embargo había un hombre sentado en una silla de hierro dormitando a la sombra.

 

            - Disculpe - dijo Antonio - Tengo un coche en la autopista, a menos de un kilómetro...

            Se interrumpió cuando el hombre hizo ademán de levantarse pero solo fue para rascarse la espalda, mirarle y después de haberse rascado, volvía a tumbarse y cerrar los ojos.

            - Oiga - insistió.

            - No soy el encargado, salio a comer.

            - Cuando volverá.

            - No se, a veces ni vuelve. Nunca viene nadie.

            - No puede llamarle?

            - Quiere que le dé una voz? - pregunto el hombre, sarcástico.

            Inmediatamente después escuchó como roncaba sonoramente. Podía seguir dormido o exageraba para que se marchara y le dejara en paz. Como no tenia a nadie mas, siguió hablándole.

            - Una pregunta, ¿sabes si hay alguien en el pueblo que tenga problemas o... diga que le ocurren cosas extrañas?

            El hombre levanto la cabeza lentamente y le miro con expresión sombría.

            - ¿Quien es usted? ¿Que quiere?

            Antonio dio un paso atrás ante esa mirada intimidatoria y tartamudeo al responder.

            - Pensé que podía ayudar. Es mi trabajo.

            - ¿Su trabajo es meter las narices en la vida de los demás?

            - No, ayudar a quienes no tienen quién les ayude.

            - Vaya a la última casa del pueblo - dijo el hombre, desconfiado.

            - Gracias.

            El hombre no respondió, volvió a dormirse en la misma postura.

            Antonio siguió retrocediendo hasta la puerta del taller y salio de nuevo al calor tórrido del exterior. El pueblo era grande en extensión, pero desde el taller hasta la siguiente edificación había más de doscientos metros y era un edificio alto y blanco que parecía una cooperativa de vinos. Se quito la chaqueta mientras caminaba pero el sol era aun más abrasador en contacto con su piel. Deseó encontrar una tienda o un bar pero no se veía ninguno y aunque lo encontrara, no tenía dinero.

            Siguió caminando, pasando de largo la cooperativa de vinos y vio varias casas un poco más allá. Eso debía ser el pueblo. Antonio sudaba por cada poro de su piel, entendió que el nombre del pueblo no era casual.

            La última casa era la más grande, una vieja y despintada casa de paredes que en su día debieron ser blancas. Ahora la recorrían varias manchas rojizas, como de polvo de ladrillos o con un poco de imaginación, parecías chorros de sangre.

            Antes de acercarse pensó que iba a decir y tuvo que admitir que su amnesia había sido uno de sus principales problemas. Tenia que mirar hacia delante, necesitaba reparar el coche y no podría hacerlo hasta que no consiguiera algo de dinero. Y ahí entraba aquella casa en sus planes, sin duda estaba en ese pueblo porque le habían llamado. En tal caso podría cobrar 500 euros por adelantado y mientras reparaba su coche resolvería el problema.

            Llamó a la puerta con los nudillos y esperó.

            Escuchó pasos lentos que se acercaban a la puerta. Finalmente se abrió y vio aparecer a una mujer de unos sesenta años, vestida de enfermera.

            - Buenos días, me llamo Antonio Jurado, ¿se puso usted en contacto conmigo?

            - No debió venir, márchese mientras pueda. Váyase.

            La mujer iba a cerrar la puerta y Antonio se interpuso educadamente colocando su cuerpo en la trayectoria de la puerta.

            - He viajado más de 200 kilómetros para verlo - replicó amablemente.

            - Debería marcharse, mi señor está desequilibrado.

            - Puedo ayudarle, soy psicólogo - añadió él.

            La enfermera frunció el ceño y le miró con incredulidad.

            - No diga que no le avisé.

            Antonio se metió en la casa. Los muebles de la entrada eran rústicos y viejos, pero debieron ser caros en los años sesenta. Le condujo por un largo pasillo oscuro hasta la última habitación y la mujer le abrió la puerta invitándole a entrar.

            - Gracias - dijo él, tratando de ser cordial.

            Entró y escuchó que se cerraba la puerta tras sus talones. Dentro había una cama señorial con un viejo mosquitero amarillento. A través de la tela vio que un hombre canoso le miraba desde la cama, esperando que se acercara.

            - Soy Antonio Jurado - extendió la mano mientras con la izquierda apartaba la malla.

            - Ayúdeme - le dijo el hombre, con ojos de ansiedad-. Tiene que sacarme de aquí, nada es lo que parece.

            - Qué quiere decir.

            - Amigo, no sé cómo ha llegado hasta aquí, nadie llega desde hace años.

            - Es un pueblo muy pequeño - opinó Antonio.

            - No tiene ni idea, amigo, esto no es un pueblo, este es El infierno.

            - Sí, eso decía el cartel de la entrada del pueblo.

            - Mire no me importa que no me crea, ayúdeme y le pagaré lo que me pida.

            - A eso he venido, solo quiero ayudar.

            - Diga una cantidad, el dinero no es problema.

            - Mi tarifa es de 500 euros por día.

            - Le pagare 5000.

            Antonio abrió los ojos como platos.

            - Que tengo que hacer - aceptó.

            El hombre se incorporó y le invitó a acercarse para hablarle al oído. Antonio se acercó y escuchó.

            - Tiene usted que matarme.

            Antonio se apartó y le miró inquisidor.

            - Si le mato, ¿Quién me pagará?

            - Fíjese, estoy tan seguro de que esto es el infierno que le pagaré ahora en mano y cuando volvamos a vernos me devolverá 4500 euros. Mañana le pagare 4000 y así todos los días hasta que lo consiga. Si no lo consigue al quinto día, el juego se invertirá y yo le mataré a usted.

            Antonio esbozó una sonrisa.

            - No creo que pueda hacerlo, apenas puede moverse.

            - ¿Acepta? - preguntó el señor, que debía tener más de setenta años y por la delgadez de sus miembros se diría que no podía ni moverse por su debilidad.

            Antonio se preguntó si estaba siendo víctima de un fraude o si merecía la pena matar a un ser humano a sangre fría por dinero. Aunque no era tan terrible si éste era quien le pagaba por matarlo.

            Recordó que en otras circunstancias se habría negado ya que el dinero no era problema para él. Pero para salir de ese pueblo de mala muerte tenía que pagar al mecánico. Todo parecía estar orquestado para que no pudiera negarse.

            Algo, dentro de él le decía que si aceptaba se arrepentiría pero sabia que podía hacerlo. Solo tenía que evitar que la enfermera pudiera identificarle porque no quería acabar en la cárcel.

            No era la primera vez que hacia algo parecido, sin embargo seguía sin recordar nada específico.

            - Está bien, acepto.

            - Ha tomado la decisión acertada - dijo el señor, sonriendo.

            Se sentó con las piernas fuera de la cama. Antonio se sorprendió de que en realidad no estuviera tan enfermo. Podía moverse con la misma facilidad que él. Caminó hasta su escritorio y le ofreció un sobre que sacó de un cajón.

            Antonio lo abrió y vio un manojo de billetes de quinientos euros. Los sacó y los contó, eran diez. Si no conseguía matarlo ganaría la mitad y el quinto día tendría su coche listo para largarse. Aunque, bien pensado no tenía por qué esperar al quinto día, podía largarse ahora con todo. ¿De verdad iba a matar a ese pobre loco?

            - Adelante, máteme - ordenó el hombre.

            Antonio sonrió y caminó hacia la puerta.

            - No podrá salir mientras yo respire. Mi enfermera nunca le dejará salir hasta que lo haga.

            - Es ridículo, necesito un arma, conseguir veneno...

            El hombre negó con la cabeza. Antonio no entendía su actitud.

            - Tiene que matarme, pero nunca dije que yo me dejaría. Creo que si usted supiera que nadie puede vencerle, que no existe quien sea capaz de acabar con usted, me entendería.

            Antonio comenzó a asustarse, ese chiflado hablaba en serio.

            - Dijo que yo le mataría...

            - Dije que si era capaz se quedaría el dinero. Sino, me lo quedaré yo menos su sueldo de 500 euros.

            - ¿Quiere que nos peleemos? - preguntó, asustado.

            - Eso sería interesante, pero no creo que pueda tocarme una sola vez.

            Dicho eso el hombre saltó como una pantera sobre él y le cogió por el estómago haciéndole caer de espaldas al duro suelo de mármol. La cabeza se le golpeó tan fuerte que perdió el sentido.

 

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