Fausta

6ª parte

            Eleazar acompañó a Pelagius y otros treinta esclavos en un carromato. Todos conocían el plan, acercarse al puerto marítimo y seguir las órdenes de Sebastián, el hombre que lo conocía. Llevaban grilletes en las muñecas (abiertos para que se pudiera soltar cuando quisieran) y escondían las espadas debajo de la paja que había a sus pies. Sólo dos vestían armaduras godas y el resto usaba viejas corazas romanas que por lo visto usaban los Astures del norte, el único pueblo de la península que aun resistía.

            Entraron en una zona altamente vigilada. En los accesos y lo alto de las murallas vieron guardias armados con lanzas abanderadas, afiladas cimitarras y armaduras de acero abombadas. Dos de ellos se acercaron cuando pasaban por un arco oval.

            - ¿Qué traéis?

            - Veinte prisioneros. Asnos salvajes del norte, venimos a cobrar la recompensa -explicó Pelagius desde fuera.

            Los dos guardias estudiaron el carromato y se asomaron por el ventanuco. Era imposible saber que iban treinta y uno, no podían verlos.

            - Malditos godos -protestó uno de ellos-. He cagado boñigas que no olían tan mal.

            - Adelante -se apresuró a decir el otro.

            Arrearon a los bueyes y la prisión de madera crujió al continuar la marcha.

            Les hicieron bajar en fila a los veinte que de verdad iban encadenados y los otros once se quedaron ocultos en una esquina oscura fuera del ángulo de visión de los guardias árabes. Les escoltaron y se alejaron  hasta que dejaron de escuchar sus pasos y cadenas tintineantes. Ningún guardia sospechó.

            - Ni respiréis -Ordenó el único "vigilante" que quedó con ellos, Sebastián.

            Transcurrió una eternidad antes de que les diera la señal de bajar. Se había hecho de noche y la oscuridad les protegía como un manto.

            Llevaban espadas en la mano y tenían orden de matar a cualquiera que les viera. Atravesaron un patio de armas y vieron que en un recinto de amplios ventanales estaban juzgando a sus compañeros y sentenciándolos a muerte. Pelagius formaba parte del tribunal y en ese momento hablaba de cómo los habían atrapado y las terribles fechorías que cometieron los reos como violaciones, robos, incendios de aldeas...

            Eleazar no sabía salvaría a sus compañeros y empezó a tener dudas si realmente lo haría o eran meros señuelos sacrificables para obtener el mayor botín en oro desde que comenzó sus tropelías. Por las caras amedrentadas de los veinte, juraría que pensaban lo mismo.

            Lo cierto era que había captado la atención de todos los soldados del Alcázar. Hablaba con tanta rabia y vulgaridad que se vio tentado a quedarse a escucharlo. Pero siguió su camino junto a sus compañeros y  entraron en la tesorería. Solamente encontraron dos guardias que estaban asomados a la ventana escuchando la arenga del godo "aliado".

            - ¿Qué demonios...?

            No pudieron ni gritar. Eleazar rajó el gaznate de uno de ellos y luego atravesó su coraza con la punta recta de su espada. El otro cayó con la misma eficacia y silencio a manos de un compañero.

            El más voluminoso, un tal Braulio, dio un patadón a la puerta de dentro y temblaron los cimientos cuando arrancó de cuajo los goznes y el herraje que la sujetaba al marco. En su interior vieron multitud de cofres, decenas de ellos. Los abrieron, reventando con martillos los candados de uno y al ver su contenido Eleazar se quedó sin aliento. Debía haber miles de dinares, no podía estimarlo. Cargó con uno y creyó que una gran fuerza sobrenatural lo atraía hacia el suelo. Ninguna piedra de ese tamaño pesaría tanto.

            Silenciosamente y todo lo rápido que pudieron, cada uno se llevó lo que pudo cargar. Él consiguió coger dos cofres apilados, Braulio cargó tres, el resto uno o dos.

            Regresaron al carromato, abrieron unas trampillas del suelo de la celda rodante y alojaron allí el tesoro. El plan consistía en llevarse todos y cada uno de los cofres, un peso descomunal -las ruedas crujieron soportando su carga-y no consiguieron meter todo en los compartimentos secretos. Lo que no entró lo usaron a modo de bancos y se volvieron a esconder en las sombras, sentados sobre ellos. Cerraron las puertas y esperaron en el más absoluto silencio.

            Según el plan, su parte en aquella misión estaba completa.

 

 

            Pronto se formó un gran revuelo, soldados gritando que el tesoro no estaba, que había ladrones, pero el que más gritaba era Pelagius que exclamaba a grandes voces esperando su recompensa.

            -¡No tenéis con qué pagarme! -Gritaba-. ¡Me los llevaré a donde sí puedan!

            Le respondían alborotados y no podían entenderles, los árabes iban de un lado a otro, muchos pasaron corriendo junto al carromato, milagrosamente ninguno miró dentro. Uno de ellos habló con nerviosismo.

            -¡Nos han robado! Deja aquí a los prisioneros y ayúdanos a encontrar a los saqueadores, te pagaremos el doble.

            -¡Ya me sé yo vuestros trucos! -Exclamó furioso Pelagius-. ¡Nos vamos a Córdoba! No pienso entregaros mi mercancía, no me juego la vida para que me robéis. Vámonos.

            Entre un gran alboroto escucharon los pasos acompasados de sus compañeros y poco después entraron al carromato en fila de a dos. Según pasaban junto a ellos les daban una palmada de complicidad. Eleazar estaba muy nervioso pero el plan había funcionado. Quería saltar de alegría y hasta besar al que planeó todo ese asalto, un moro que conocía perfectamente ese lugar y que era amigo de Pelagius, un tal Mohamed.

            Cuando cerraron las puertas y arrearon a los bueyes creyeron que todo el plan se iba al traste. Los pobres animales apenas podían mover semejante peso. Pero dos latigazos que cortaron el aliento de Eleazar lograron inyectar fuerza a las robustas patas de los animales y comenzaron a moverse con inquietante lentitud.

            -¿Aguantará este peso el carro? -Preguntó, preocupado.

            -No lo dudes, reforcé las ruedas con acero forjado -respondió Braulio, orgulloso-,  y los ejes son barras tan duras como lanzas. Aguantará si el suelo no es fangoso. En tal caso ni un gigante griego movería la carroza de su sitio.

            -Sss -urgió Pelagius desde fuera.

            Debían estar saliendo del alcázar y enmudecieron ante el riesgo de ser descubiertos.

            - Ayúdanos a encontrar a los ladrones y te pagaremos el doble por los prisioneros -escucharon fuera.

            -Limpiaos los calzones antes de hacer negocios, ¡no soy vuestro padre! ¡Ea, tira! -vociferó Pelagius.

            Arrearon a los bueyes y continuaron la agónica marcha.

            El camino fuera de la fortaleza era más llano y el carromato tomo velocidad a los pocos metros.

            - Los de atrás, estar preparados, nos sigue una brigada.

            Aquella advertencia les enmudeció cuando estaban a punto de festejar la victoria.

            En lugar de regresar al campamento les llevaron a un bosque que había a las afueras de Cádiz. Aminoraron la marcha para ser alcanzados por el grupo que les seguía.

            Sin detener el carromato los once saltaron a una orden de Braulio y corrieron con las espadas en la mano sorprendiendo a los cinco perseguidores que cayeron de sus caballos al encabritarse por el susto. Sólo uno resistió arriba de su montura que huyó como un rayo.

            Los demás no fueron rivales para ellos, que antes de poder incorporarse estaban ensartados en las espadas de acero de los que se hacían pasar por presos. Eleazar no llegó a matar a ninguno, trató de alcanzar al del caballo pero era una yegua blanca de media altura que parecía tener alas en los cascos.

 

 

            Ya no necesitaron luchar más, llegaron al campamento y seguros comenzaron el festejo.

            - ¡Les hemos dado una paliza! -Gritó Braulio-. Tenemos una fortuna y ni se han enterado.

            - Cuando el Verraco dijo que violamos sus mujeres y saqueamos cientos de haciendas creí que nos vendería de verdad.

            - Teníais que haberlo visto -dijo otro-, le dijeron que el dinero no estaba y explotó de furia. Los moros se cagaron en sus chilabas cuando les acusó de querer estafarle. ¡Si no podéis pagar nos vamos a Córdoba! ¡Hasta yo me asusté!

            - Es que si saca su voz de trueno los enemigos de mean en sus calzones.

            - Sí, es el mejor.

            - ¡Verraco!, ¡Verraco!

            Eleazar estaba sorprendido. No parecía importarles que posiblemente les buscarían y darían caza como conejos. Un testigo que les vio no tardaría en poner al imperio musulmán sobre su pista. Había que ser realista. A menos que tuvieran un lugar donde esconderse, miles de soldados preparados para la batalla los aplastarían como moscas.

 

 

 

            Al-Maqqai estaba siendo afeitado por una de sus esclavas. Llevaba puesta una túnica de lino y la cercanía de la mujer que rasuraba su barba le provocó una fuerte erección.

            - Alá está mandando un mensaje urgente.

            La apartó con delicadeza y salió cubriendo con la toalla la evidencia de su "urgencia". No debía preñar a las esclavas, nadie haría su trabajo con tanta servicialidad y para eso estaba su harén.

            Atravesó el pasillo y entró en la habitación de sus esposas.

            Algunas aún dormían, las embarazadas apartadas en una sala diferente ya que prefería tener el menor trato posible debido todas las molestias que sufrían, que si nauseas, que si dolores de espalda, caprichos y sobre todo sus continuas peticiones de que pusiera la mano por que los niños se movían.

            Las demás le esperaban con entusiasmo sabiendo la "alegría" con la que solía despertarse y se habían preparado para la ocasión. Una de sus más recientes esposas vestía un pareo traslúcido que no dejaba lugar a la imaginación, con un velo que cubrían sus dos encantos lo justo para no parecer una cortesana. Otra le sonreía desde su lecho. Lo cierto es que las restantes no le interesaban por el momento, algunas ni siquiera habían menstruado y otras estaban cerca de la menopausia.

            - Tú, ven -eligió a la de las prendas traslúcidas.

            - Lo que ordene mi señor.

            Las demás la felicitaron y esta se fue con él sonriendo emocionada. Era guapa, nariz respingona barbilla delicada, orejas perfectas, ojos rasgados, pelo marrón brillante y sedoso... Daría herederos hermosos y dignos de su progenie.

            No hubo más palabras, se fueron a sus aposentos y la tomó con delicadeza, apartando sus escasas prendas y tratándola con dulzura.

            Al-Maqqai tenía veintisiete años, trece hijos varones y diez mujercitas. El año que acababa de terminar se casó con dos que, si bien aún no estaban maduras para darle herederos, prometían ser muy fértiles y apetecibles. Contando esas dos sumaban treinta y siete. Diez en cinta, veinte superaban los veinticinco años, cinco tenían entre doce y catorce y sólo dos estaban en la edad perfecta para concebir, una con diecisiete, Mercedes, y otra con diecinueve.

            Su ambición era tener cien herederos antes de los cuarenta. Su destino, en la yihad era darle a Alá tantos fieles seguidores como pudiera. Los infieles al Corán y a Mahoma debían ser exterminados y por tanto su obligación era repoblar el mundo.

            Cuando terminó de depositar la semilla, se quedó dormido sobre ella y soñó con el paraíso que tenía preparado si durante la guerra santa su vida llegaba a su fin. Centenares de vírgenes mostraban sus encantos y le suplicaban que las tomara. Él no podía decidirse porque todas eran tan hermosas que las tomaría a la vez si pudiera.

            - Mi señor, debe despertar, un asunto urgente le reclama -escuchó la dulce voz de Mercedes.

            Abrió los ojos y sonrió al descubrir que su paraíso no se borró por completo al ver a aquel ángel a su lado.

            - ¿Qué ocurre?

            Se vistió con mucha pereza y se dio cuenta de que tenía media cara sin afeitar. Con la túnica de lino y unas zapatillas salió de sus aposentos y se encontró a un soldado resoplando y sudando como un sucio godo.

            - ¿Qué ocurre?

            - Mi señor, es el dinero de su padre. Ha llegado ayer y unos saqueadores...

            - ¡Lo han vuelto a robar!

            El soldado agachó la cabeza, aterrado por su cólera.

            - Creemos que ha sido el que llaman el "Verraco". Trajo prisioneros por la recompensa y robaron mientras exponía sus fechorías. Se marchó airado y mande seguirlos por si tenían algo que ver. Nuestros hombres fueron emboscados y asesinados en las afueras de Cádiz pero uno sobrevivió. Dijo que les sorprendieron en el bosque, les emboscaron los propios presos que el "Verraco" quería vender.

            - ¿Pelagius? -No podía creerlo. Si era cierto ese puerco les había engañado, robado y ridiculizado. ¿Era un bocazas brabucón pero qué sentido tenía entregar prisioneros para después comprarlos? No, aunque quizás podía ayudarles a saber quién robó el dinero.

            - No estamos seguros que fuera él -razonó el mensajero-, todos los soldados le vigilaban cuando exponía los crímenes de los prisioneros que entregaba. En ningún momento estuvo cerca de la tesorería. Si tuvo algo que ver no me explico cómo lo hizo.

            - Dudo que sea responsable, pensaría que nuestros hombres le querían robar y por eso se defendió. Pero... traérmelo. Quiero interrogarlo, puede tener información que nos ayude a dar con los responsables.

            - Como ordene mi señor. ¿Puedo retirarme?

            - Espera, interrogaré a los soldados del Alcázar, hazlos venir en grupos...

            - ¿A todos?... Lo que mande.

            El oficial se marchó, blanco de terror. Cuando Al-Maqqai se enojaba lo pagaban justos y pecadores. Aunque su enojo nunca venía acompañado de gritos. Cuanto más tranquilo se mostraba, más terribles eran sus decisiones.

            Y en ese momento parecía el hombre más relajado del planeta.

 

 

Comentarios: 5
  • #5

    Alfonso (jueves, 05 febrero 2015 07:26)

    Yo opino igual que Jaime. Me gustaría leer cómo cuentas la creación del reino de Asturias tras la expulsión de los moros y el comienzo del período de la Reconquista. Sin embargo, se supone que es una historia sobrenatural, así que me imagino que Fausta jugará un papel importante en los eventos históricos antes citados. Espero que la parte de ambientación de la trama haya concluido y comiences a relatar la transformación de Fausta.

  • #4

    Yenny (jueves, 05 febrero 2015 02:01)

    No llevé ese tema en historia :( así que no se por donde va la cosa. Espero poder entender bien la historia.

  • #3

    Tony (miércoles, 04 febrero 2015 21:12)

    La proxima parte volverá a cobrar protagonismo. La ambientación es de esa época y podría ser la que tú dices, pero Pelayo y la batalla de Covadonga es un trasfondo secundario.
    Aun tienen que salir personajes importantes.

  • #2

    Jaime (miércoles, 04 febrero 2015 19:45)

    Tony, no recuerdo mucho de historia, pero creo que vas a recontar la batalla de Guadalete y la de Covadonga y la coronación de Pelagius. Te daré mi opinión: Me parece bien que experiementes con otros géneros siempre y cuando la trama tome un tinte sobrenatural o de misterio y no sea una simple novela histórica. Hasta el momento no ha pasado nada emocionante con Fausta y me gustaría saber cómo ella juega un papel importante en todo esto.

  • #1

    tonyjfc (miércoles, 04 febrero 2015 00:37)

    Podéis comentar el relato. Esta vez es fácil adivinar por dónde irá la historia ya que alguno ya se habrá dado cuenta de son hechos reales.