La chica de las sombras

2ª parte

            A menudo se preguntaba si merecía la pena vivir y cuando lo pensaba, se iba un puente muy alto y hacía equilibrio en su barandilla. Dejaba que el destino decidiera si seguía en este mundo o acabaría en un autopista, arrollada por una docena de coches. De alguna manera su equilibrio la había salvado hasta ese día.

            - Me gustaría saber qué se te ha perdido ahí arriba - dijo alguien, cuando hacía equilibrios sobre la barandilla.

            Isabel se volvió y saltó a la acera. Le había hablado un chico de unos treinta años, con ropa aún más vieja que la suya y con la cara roja por la embriaguez. Tenía dibujada una estúpida sonrisa en su cara y encontraba divertido verla jugar así con la muerte.

            - Pues ahí arriba hay lo mismo que aquí abajo, pero más emocionante - contestó, feliz de que alguien se hubiera fijado en ella. Solía hacer eso por las noches, en distintos puentes y solo cuando no había policías cerca. La gente que la veía hacerlo daba un rodeo para no pasar cerca. Debían pensar que estaba loca y, seguramente, no estaban equivocados.

            - Yo te puedo decir dónde se está de lo más calentito... - alegó el vagabundo borracho -. Aquí mismo - puso cara de pervertido señalando sus partes nobles.

            - Vete a la mierda, borracho. ¡Lárgate o te tiro por la barandilla! - replicó ella, asqueada.

            - Es una broma, mujer, si no podemos reírnos, ¿Qué podemos hacer? ¿Quieres un poquito? - le ofreció de su botella de vino, que tenía la boquilla llena de babas.

            - ¿Es que quieres matarme de asco? - protestó ella.

            - Bueno pues entonces déjame que te cante la serenata, en mis tiempos mozos las titis caían rendidas a mis pies. Laaaa, laaa, la, la,... Cantaaa y no lloreeess - desafinó escandalosamente.

            - ¡Basta, basta! - protestó ella -. Déjame en paz, lárgate.

            - Pero si canto de maravilla - se extrañó el borracho con cara triste exagerada.

            - Pues vete a cantarle a tu abuela - dijo Isabel, riéndose.

            - Venga, déjame acostarme contigo esta noche y te dejo en paz.

            Isabel le empujó y el hombre cayó de espaldas quedándose quieto en el suelo. Se extrañó ya que no le había empujado tan fuerte y se lo quedó mirando, asustada. ¿Se había golpeado en la cabeza y se había matado? No lo creía, había caído como solían caer todos los borrachos, con cierto estilo y sin brusquedad. Se agachó y le meneó el brazo, tratando de reanimarle.

            - Amigo, levántate, no seas cuentista.

            No hubo reacción. Parecía estar durmiendo la borrachera, respiraba con normalidad así que no tenía nada.

            - Ey, amigo, no puedes dormir aquí en medio, impides el paso de la gente - le sermoneó, dándole una bofetada.

            No se movió. Puso sus manos sobre su pecho y lo movió con insistencia.

            - ¡Despierta! - gritó.

            Entonces la sujetó con sus brazos y la atrajo hacia él.

            - Tienes que probar el boca a boca, mujer, se hace así - sacó la lengua y la movió lascivamente.

            A pesar de que la intentó atraer para besarla, pudo deshacerse de sus brazos sin problemas. No tenía demasiada fuerza.

            - Anda, borracho, vete a molestar a otro.

            Isabel se levantó, riéndose por lo tonto que era y se alejó de ese estúpido, que la miró con resignación desde el suelo.

            - No puedes huir de mí - le dijo, sin moverse -. Ahora vivimos bajo el mismo techo jajaja - se rió el sólo, dejándose caer y cerrando los ojos.          

            Aquella fue la experiencia más bonita que había vivido Isabel en todo el tiempo que llevaba viviendo en la calle. Así serían los príncipes azules que quisieran rescatarla. Personas que habían decidido seguir viviendo de la sociedad, como parásitos. Personas que no tenían más remedio que vivir así ya que no tenían modo de rehacer sus vidas.

            Al ver que no la había seguido, volvió junto a él y le arrastró a una esquina donde no molestara a nadie. Luego se lo quedó mirando y trató de imaginar cómo había llegado a esa vida. ¿Le habría dejado su mujer quitándole la casa y obligándole a pagar la hipoteca? ¿Se habría escapado de casa por que le pegaban o le insultaban? Lo encontró atractivo, a pesar de su pinta tan terrible, sus barbas desaliñadas y el hedor a alcohol que soltaba por todo su cuerpo. Decidió que sería bonito verle después de la borrachera y quizás, podían seguir juntos si le caía bien. Era lo más parecido a familia que había tenido desde que su tía la echó de su casa.

 

            Al día siguiente le vio despertar con un fuerte dolor de cabeza. El hombre se incorporó y se extrañó de verla a su lado.

            - Sigues ahí - dijo, aún con cierto acento borracho.

            - Pensé que cuando uno está borracho saca lo peor de sí mismo... - respondió ella -. Tu peor parte me hizo reír.

            - Me duele la cabeza, ese Sol me va a matar - dijo, cubriéndose los ojos.

            - Te propongo un trato - dijo ella, sonriente.

            - ¿A mí? Lo siento no tengo nada con qué negociar.

            - Bueno, yo sí tengo algo. ¿No querías acostarte conmigo?

            - ¡Oh, Dios mío! - el hombre parecía horrorizado -. ¿Eso te dije ayer? Lo siento, se me va la olla y no puedo evitarlo.

            - Me pareció divertido el modo en que me cortejaste - añadió Isabel -. Y tú tienes algo que puedes ofrecerme a cambio.

            - ¿Yo? - el vagabundo se miró las ropas, se tocó los bolsillos y negó con la cabeza.

            - Quiero que no te emborraches mientras estés conmigo. A cambio, quién sabe si algún día tú y yo...

            No sabía si lo decía en serio, eran dos almas en pena que estaban perdidos sin remedio y por alguna razón se sentía atraída por él.

            - ¿Algún día? ¿Cuándo, mañana? - preguntó él, sonriente.

            - Bueno, sé bueno conmigo y veremos.

           

 

            Necesitaban dinero y juntos no iban a conseguir mucho. Se separaron por la mañana y quedaron en una plaza al anochecer. Si él aparecía borracho, Isabel decidió que no volvería a acercarse a él. Su día había sido productivo, tuvo suficiente para pagar un bocadillo y guardar unas monedillas extras por si al día siguiente no se le daba tan bien. Su bolsillo secreto empezaba a tener dinero como para comprarse cosas como ropa e ir a un buen restaurante, pero prefería seguir ahorrando en lugar de gastarlo todo. Esperó pacientemente en el banco acordado y mientras tanto intentó tararear como cantaban en el colegio, canciones que su cabeza había guardado como un tesoro ya que pertenecían a la parte de su vida que aún no era una pesadilla. Cerró los ojos y recordó a Thai, durmiendo sobre sus piernas, siempre que llegaba del colegio la recibía con una alegría loca, moviendo tan rápido el rabito que la había apodado cariñosamente "coleóptera". La confortaba imaginarla a su lado y dio gracias a Dios porque su tía se la había quedado. En la calle no estaba segura de que hubiera podido darle de comer. Thai no podía vivir sin el calor de una casa, en invierno meaba en el pasillo de casa para que no la sacaran a pasear. Si había un lugar blandito y calentito, allí iba ella. No habría sobrevivido tantos meses en la calle, puede que incluso la hubiera perdido.

            Entonces apareció. Caminaba encorvado pero no estaba borracho. Al verla allí sentada sonrió y se sentó a su lado.

            - Ha sido una buena jornada. Ahora que no he comprado vino parece que soy el más rico del lugar. ¿Quieres cenar?

            - Ya he comprado la cena – le mostró una bolsa de papel con dos sándwiches.

            - No está bien que las chicas inviten a los chicos – protestó él.

            - ¿Cómo te llamas? – Isabel se dio cuenta de que no sabía ni su nombre.

            - Luis, ¿Y tú?

            - Llámame Lis – respondió, sonriente -. Me llamo Isabel pero así nuestros nombres se parecerán más.

            Dicho eso se quedó pálida. Vio algo que le llamó la atención en medio de la plaza.

            Había una sombra justo delante de ella.

            Su piel se erizó por el susto, empezó a sentir frío y la sombra se acercó a ella lentamente, estiró el brazo invisible y la tocó.

 

 

            Despertó en plena noche en un callejón lleno de basura. Estaba llena de un líquido pringoso negruzco que no sabía qué era. Corrió a la luz de las farolas y descubrió, horrorizada, que estaba empapada de sangre. Creyó que desfallecía y miró hacia el callejón. Había despertado encima de un charco de sangre que, evidentemente, no era suya. Se acercó lentamente y vio que en el charco negro había un cuerpo. Estaba echado boca abajo y le dio la vuelta con el pie.

            Era su amigo Luis, el vagabundo. Tenía la cara llena de arañazos y alguien le había atravesado el pecho con algo que ya no tenía clavado. Toda la sangre manaba de allí. Tembló, asustada y recordó su espantoso pasado. Se dejó caer sobre sus rodillas sin poder creer lo que veía.

            - No tengo nada que ver... Fueron las sombras, fueron las sombras...

            Repitió esa frase una y otra vez, balanceándose como una demente. Su respiración se agitó y hubo un instante en que se rompió algo en su cabeza. Fue un chasquido que la despertó de su resignación como si, de repente, su mente dijera basta.

            Dejó de moverse y miró aquel cuerpo. Suspiró y lo tocó. Se dio cuenta de que tenía piel metida en sus propias uñas, era obvio que había sido ella. Pero no había sido ella realmente, fue aquella sombra que la poseyó. Su madre tenía razón, era un monstruo. Pero no lo era, sabía que lo llevaba dentro pero ella no había sido. Tenía que encontrar un modo de sacarlo pero solo había una persona que conocía toda la verdad y esa persona quería matarla. Aún así decidió que merecía la pena intentar hablar con ella, por última vez.          

 

            El cuerpo de su amigo lo metió en un contenedor de basura y luego lo cubrió con algunas bolsas. Necesitaba que la viera con el mejor aspecto posible. Esperaba que al menos estuviera lo suficientemente cuerda como para reconocerla. Seguramente, tendría problemas con la justicia si encontraban ese cuerpo y la acusaban de asesinato.

            Con el dinero que había sacado en las últimas limosnas se compró ropa presentable, no podía ir por ahí con la ropa llena de sangre, se peinó y lavó en una fuente pública. Cuando ya no parecía una pordiosera, fue al manicomio tomando el metro.